La noche caía como un telón de plomo sobre el asfalto agrietado del aeropuerto privado. Las luces de las pistas parpadeaban como luciérnagas eléctricas, distorsionadas por la llovizna fina que comenzaba a caer, dándole al ambiente un aire de película de guerra.
El convoy irrumpió en el perímetro a toda velocidad. Cuatro camionetas blindadas, negras, con vidrios ahumados y placas falsas, avanzaban como un enjambre sincronizado. Dante iba en la delantera, sosteniendo aún a Svetlana contra su pecho.
—Cinco minutos —dijo Erik desde el asiento del copiloto, con la mirada clavada en el reloj táctico de su muñeca—. El avión ya está en la pista.
Dante no contestó. Su mandíbula estaba tensa, su mirada perforaba la oscuridad. Afuera, varios hombres de su equipo ya estaban desplegándose, revisando el perímetro, las torres, los hangares. Todo debía estar despejado. Todo debía estar bajo control. Pero algo… algo no encajaba.
Un escalofrío reptó por su columna.
—Todo está demasiado tranquilo —murmu