Un crujido. Un susurro de pasos en la piedra. Svetlana apenas levantó la cabeza, un movimiento torpe, como de un pájaro herido.
Entre las hebras sucias de su cabello, los ojos, hundidos y desbordados de lágrimas viejas, divisaron una figura acercándose.
Al principio no entendió.
El cerebro, empapado de dolor y vacío, tardó en registrar lo que veía.
Un hombre.
Alto.
Oscuro.
Caminando hacia ella como una sombra arrancada del infierno.
Su corazón, ese traidor latente en su pecho, quiso latir más rápido, pero su cuerpo ya no respondía bien.
Sólo pudo mirarlo.
La figura se arrodilló frente a ella.
Levantó una mano —una mano temblorosa, casi temerosa— para apartarle con infinita suavidad un mechón de cabello de la mejilla sucia.
Los ojos negros, esos ojos que ella amaba más que su propia vida, la miraron con una ternura infinita.
Dante.
Su mente gritó el nombre.
Y de su boca