La habitación estaba sumida en una penumbra suave, apenas rota por la luz tenue del velador. El aire olía a hospital y a recuerdos rotos. Svetlana dormía, acurrucada entre sábanas limpias, el cuerpo tan frágil que a Dante le parecía hecho de papel.La observó en silencio largo rato, de pie junto a la cama, sin moverse.Su respiración era tranquila. El rostro, aunque demacrado, parecía en paz por primera vez en días. Y sin embargo, él sabía que esa calma era engañosa. Bajo esos párpados cerrados se escondía un abismo. Cada marca, cada sombra en su piel, era una confesión muda de lo que había vivido.Se inclinó y le acarició con suavidad la mejilla. La besó despacio, como si le temiera al más mínimo roce.—Te juro que lo haré pagar por todo lo que te hizo —murmuró, apenas audible, como una promesa sagrada.Se enderezó y caminó hacia la puerta. La abrió con sigilo, se volvió una última vez para mirarla. Y entonces salió.Dos hombres de confianza se encontraban apostados a cada lado del m
Bajo la luz mortecina de las lámparas colgantes, Dante Bellandi se mantenía de pie, con la chaqueta negra abierta, las mangas arremangadas hasta los codos y los nudillos marcados. Había sangre bajo sus uñas. No era suya. No le importaba de quién.Sus ojos de acero recorrían cada rostro en la sala. No buscaban piedad ni afecto. Solo verdades.A su izquierda, Fabio hojeaba un informe. Cada nombre que mencionaba era una historia de traición o lealtad. De vida o muerte.—Gianni Molaro, muerto. Carmine Santoro, desaparecido. Los hermanos D’Amico sobrevivieron. Están aquí, esperando instrucciones —dijo sin levantar la vista—. Pero alguien del círculo interno entregó coordenadas. Alguien habló.Un silencio espeso cayó como plomo. Algunos hombres intercambiaron miradas. Otros bajaron la vista. El aire se tensó como el gatillo de un arma.Dante comenzó a caminar en círculos alrededor de la mesa. Las botas resonaban sobre el suelo de piedra. El silencio era su mejor arma. Y él lo sabía.Se detu
Era tarde. Afuera, el jardín dormía bajo la neblina baja del amanecer. En la habitación apenas brillaba la luz cálida de la lámpara de noche.Dante estaba sentado en la cama, apoyado contra el cabecero, con la mirada fija en la figura de Svetlana, envuelta en las sábanas. Ella no dormía. Respiraba con dificultad, con los párpados cerrados y el ceño ligeramente fruncido.—No puedo más —murmuró ella de pronto—. Quiero dormir. De verdad dormir. No cerrar los ojos y ver... verlo.Dante tragó saliva.—Te entiendo.—Entonces pídele algo fuerte al doctor —dijo ella, sin mirarlo—. Algo que me deje inconsciente por unas horas. Algo que me borre.Él negó, sin pensarlo.—No.Svetlana se volvió lentamente hacia él, con los ojos enrojecidos, cansados, confusos.—¿No?Dante apretó la mandíbula. El corazón le latía como un tambor sordo.—No deberías tomar nada fuerte. En tu estado... —calló, y el silencio lo golpeó como una condena.Ella frunció el ceño, sin entender.—¿En mi estado? ¿Qué quieres de
—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!El mundo se detuvo.—Mi sol —susurró Dante.Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.La mano de Nikolai temblaba de rabia.—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.Nikolai sonrió con la boca torcida.—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surco
Tres meses antes…Fabio detuvo el paso frente a la puerta. Su mano temblaba, apretando el llavero de bronce con tanta fuerza que los bordes le cortaban la piel. Afuera, el silencio helado de Aspromonte era como un eco constante de lo que no se decía.Respiró hondo. No por el frío, sino por lo que estaba a punto de hacer.Empujó la puerta.Dentro, la luz de una lámpara apenas dibujaba la figura dormida de Dante. El hijo del líder. El heredero. El que nunca dormía realmente, ni siquiera cuando lo intentaba. Porque en su mundo, cerrar los ojos era dejar la espalda expuesta.—Señor… —susurró Fabio.Un segundo después, el clic metálico de una Beretta lo dejó congelado. Dante apuntaba directo a su sien, con los ojos entrecerrados y el cuerpo tenso.—¿Quién carajo eres? —gruñó, ronco.—Soy yo. Fabio. No dispare.Dante no bajó el arma. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme.—¿Qué haces aquí? ¿Qué hora es?—Me mandaron a buscarlo. Tiene que venir conmigo. Ya.El silencio fue tan tenso q
El brillo de las velas se reflejaba en los ojos de los presentes cuando Dante se giró hacia ellos. No había más tiempo para dudas, no había más espacio para la fragilidad. Estaba rodeado de hombres que, aunque al servicio de la familia Bellandi, lo observaban con la esperanza de ver en él a un líder capaz de sostener el peso de la herencia.Dante respiró hondo, sintiendo cómo la mirada de cada uno de los hombres lo atravesaba como una espada afilada, evaluando, esperando. Se acercó lentamente al ataúd, sus pasos firmes pero cargados de un peso abrumador. Al llegar frente a él, sus ojos se clavaron en el rostro inerte de su padre, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. No estaba preparado, lo sabía, pero ya no había marcha atrás. El destino lo había alcanzado, y con él, la responsabilidad de un apellido que ni siquiera él comprendía completamente.Luego, sin apartar la vista del ataúd, su voz se alzó, firme pero cargada de la sombra de su padre. Algo en él parecía diferente, com
El jet privado descendió lentamente, cortando el aire con un rugido grave que se fue apagando al tocar tierra.Dentro del avión, el lujo contrastaba con la tensión que se respiraba. Los asientos de cuero beige brillaban bajo la luz cálida, y las superficies de madera reflejaban destellos dorados con sobriedad. Era un espacio diseñado para el confort absoluto, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula elegante.El hombre más corpulento del grupo, de barba rala y mirada gastada, se acercó a ella con movimientos mecánicos, como quien carga peso muerto a diario. La levantó sin esfuerzo. Su cuerpo, tan liviano, parecía más el de una muñeca que el de una mujer viva. La llevó hasta una camioneta negra que esperaba en el borde del andén. El motor emitía un ronroneo grave que se perdía en la madrugada helada.—Ábreme la puerta de atrás —gruñó el hombre.Uno de sus compañeros obedeció sin chistar. La acomodaron en el asiento trasero, cuidando que
El rugido de un motor cortó el aire gélido de la noche, anunciando la llegada de la camioneta negra, blindada y lujosa, que se detuvo ante la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad, imponente y aislada, se alzaba en medio de un mar de tierra, un reino de secretos y traiciones.Más allá de las puertas, la ‘Ndrangheta respiraba en las sombras.Los primeros en salir fueron dos hombres con abrigos gruesos, armados hasta los dientes, alertas a cualquier movimiento. Tras ellos, Svetlana, rodeada por otros dos, caminaba arrastrada, las manos atadas con fuerza, su cuerpo apenas cubierto por ropas que poco hacían contra el frío cortante del invierno. Su mente aún luchaba por procesar la confusión del momento.¿Qué diablos estaba pasando? Su respiración era irregular, el miedo y la incomprensión nublaban sus pensamientos. Aquello no podía ser real, pensó. La idea de que ese enfermo, ese psicópata, la hubiera atrapado por fin, flotaba en su mente, pero algo no cuadraba. Esa gente no