La habitación estaba sumida en una penumbra suave, apenas rota por la luz tenue del velador. El aire olía a hospital y a recuerdos rotos. Svetlana dormía, acurrucada entre sábanas limpias, el cuerpo tan frágil que a Dante le parecía hecho de papel.
La observó en silencio largo rato, de pie junto a la cama, sin moverse.
Su respiración era tranquila. El rostro, aunque demacrado, parecía en paz por primera vez en días. Y sin embargo, él sabía que esa calma era engañosa. Bajo esos párpados cerrados se escondía un abismo. Cada marca, cada sombra en su piel, era una confesión muda de lo que había vivido.
Se inclinó y le acarició con suavidad la mejilla. La besó despacio, como si le temiera al más mínimo roce.
—Te juro que lo haré pagar por todo lo que te hizo —murmuró, apenas audible, como una promesa sagrada.
Se enderezó y caminó hacia la puerta. La abrió con sigilo, se volvió una última vez para mirarla. Y entonces salió.
Dos hombres de confianza se encontraban apostados a cada lado del m