Bajo la luz mortecina de las lámparas colgantes, Dante Bellandi se mantenía de pie, con la chaqueta negra abierta, las mangas arremangadas hasta los codos y los nudillos marcados. Había sangre bajo sus uñas. No era suya. No le importaba de quién.
Sus ojos de acero recorrían cada rostro en la sala. No buscaban piedad ni afecto. Solo verdades.
A su izquierda, Fabio hojeaba un informe. Cada nombre que mencionaba era una historia de traición o lealtad. De vida o muerte.
—Gianni Molaro, muerto. Carmine Santoro, desaparecido. Los hermanos D’Amico sobrevivieron. Están aquí, esperando instrucciones —dijo sin levantar la vista—. Pero alguien del círculo interno entregó coordenadas. Alguien habló.
Un silencio espeso cayó como plomo. Algunos hombres intercambiaron miradas. Otros bajaron la vista. El aire se tensó como el gatillo de un arma.
Dante comenzó a caminar en círculos alrededor de la mesa. Las botas resonaban sobre el suelo de piedra. El silencio era su mejor arma. Y él lo sabía.
Se detu