La ciudad latía con una indiferencia brutal, ajena a los monstruos que caminaban bajo su piel.
Entre ellos, esa noche, había uno diferente.
Dante.
Salió del vagón del metro en la estación Taganskaya, disfrazado de uno más: abrigo largo negro, gorra baja, bufanda cubriendo la mitad de su rostro.
Su paso era medido, sin apuros, como el de un hombre con deudas comunes y sueños rotos. Invisible en la miseria cotidiana.
El chip de localización implantado en su cinturón vibró apenas.
Una señal.
Erik, desde Islandia, confirmaba:
—Zona segura. Ningún rastro en cámaras públicas.
Dante no respondió.
Caminó hacia una salida secundaria de la estación, subió las escaleras agrietadas donde la pintura vieja se caía a pedazos, y emergió en un callejón húmedo que a