La mañana en Calabria amaneció con la voz apagada de la casa. Donde antes reía la multitud, ahora quedaba un eco lento: la cuna quejarse apenas, pasos calculados en pasillos que ya no llevaban a Dante. El gran salón, esa maquinaria de mármol y terciopelo donde tantas veces se habían cerrado tratos con la misma naturalidad con la que se bebía un whisky, olía a papel y a café frío. Fuera, los limoneros mecían la mañana con languidez; adentro, la villa parecía un animal que estaba aguantando la respiración.
Fabio caminó sin prisa entre las mesas donde hombres en traje repasaban listas: cuentas, rutas, nombres. Tenía el gesto curtido de siempre —esa mezcla de cansancio y de prudencia que pertenecía a un tiempo en el que se medía la vida por lo que se debía pagar y por lo que se debía proteger—. Si Dante se había ido, la casa no podía permitirse una grieta acontecida por ninguna ambición. Lo sabía. Lo llevaba tatuado en el gesto.
—Primero, cierres —dijo mirando a los que lo rodeaban—. Cada