Capítulo 255

El tiempo, por fin, dejó de morder y empezó a ceder como una cuerda vieja. Cuatro meses podían ser un parpadeo o un siglo, y en la villa se respiraba ese raro milagro: calma vigilada, paz con nudos fuertes.

Las mañanas abrían con olor a pan recién horneado y a romero del jardín. El mar, abajo, cambiaba de humor a su antojo, pero la casa aprendió su rutina: perros patrullando en silencio, turnos escritos en pizarras, voces bajas, la radio siempre en volumen de iglesia. Ásgeir —ahora jefe de seguridad— dibujó la villa como un reloj: anillos concéntricos, rutas alternas, protocolos con nombres de fruta. Cada semana, un simulacro; cada simulacro, un error menos.

Dentro, la vida se acomodó. Las muchachas rescatadas ocuparon espacios sin que nadie las empujara. Una descubrió que la tierra le curaba las manos: hizo nacer tomates como si fueran pequeños soles. Otra, que no podía dormir, empezó a leer por las tardes en el invernadero, poemas que hablaban de ríos, a los poco días estaba compnie
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