La luz de la madrugada entraba por las persianas de la suite clínica. El monitor marcaba un compás tranquilo; el olor a algodón, a piel nueva y a desinfectante se mezclaba en un perfume que Dante recordaría toda su vida. Tenía a Gianluca dormido sobre el pecho, piel con piel, el pequeño puño cerrado atrapándole la cadena del cuello. Alexei respiraba en la cuna térmica con esa seriedad diminuta de los que llegan sabiendo secretos. Erika, hecha de un puñado de almendra y bruma, succionaba del pecho de su madre a intervalos, frunciendo el ceño como si ya dictara condiciones.
Dante no hablaba. Pensaba.
El mundo, hasta hacía unas horas atrás, había sido un tablero. Calabria, sus puertos; los clanes, piezas que mover; las alianzas, números que cuadrar. Ahora el tablero se había encogido hasta caber en su pecho, y el triunfo no era una firma ni un territorio: era ese peso mínimo y sagrado sobre su esternón.
“Vittorio tenía razón.”
Había escuchado esa frase mil veces, siempre con resistencia.