Al girarse, se topó con tres pares de ojos fijos en ella: Jorge y dos señores más. Un calor repentino le subió al rostro, pero, intentando disimular la vergüenza, soltó una risa nerviosa y se excusó. Uno de los desconocidos, divertido, comentó que le gustaría tomar clases de baile con ella.
Lía, recuperando enseguida la chispa, aceptó con una amplia sonrisa. La situación, que pudo haber sido incómoda, se convirtió en un momento ligero. Jorge no paraba de reír con la ocurrencia, aunque, en el fondo, estaba más que asombrado: nunca se imaginó verla allí, escoba en mano, limpiando las oficinas de la firma.
Cuando la reunión terminó, Jorge salió casi de inmediato con la intención de buscar a Lía. Sin embargo, al llegar al pasillo, ya era tarde: la muchacha iba sentada en el transporte que la firma ponía a disposición de sus empleados para llevarlos a casa. La vio a través de la ventana, con los audífonos puestos y la mirada perdida en el paisaje nocturno.
En realidad, no tenía nada import