Lía seguía en el suelo, tambaleante, con el rostro marcado por la bofetada y los ojos nublados por el licor. Apenas entendía dónde estaba, solo sentía el ardor de la vergüenza atravesándole el pecho.
Ceida, de pie frente a ella, descargaba por fin todo lo que había callado durante meses.
—¡Borracha! —le gritó con voz ronca, quebrada por la furia—. ¡Levántate y cuida a tu hija, que para eso deberías servir!
El eco de sus palabras se extendió por la casa silenciosa, hasta la habitación donde Lucía lloraba sin consuelo.
—No te echo de esta casa solo porque me parte el alma esa pequeña niña —continuó, con los ojos llenos de lágrimas contenidas—. Pero no te engañes, Lía… me avergüenzas. Eres una carga, una desgracia para esta familia.
Cada palabra caía sobre la joven como un puñal. Lía, todavía mareada, intentó incorporarse, pero el peso del reproche de su madre era más duro que el alcohol que corría por su sangre.
Allí, en medio de la penumbra y los sollozos de su hija, entendió que lo ún