Para Rafael, la decisión era clara: Lía no le servía de nada. La ternura ingenua con la que ella lo había mirado alguna vez ya no tenía valor frente a la grandeza que le ofrecía Betty. Ahora su ambición estaba fija en conquistarla, aunque para lograrlo tuviera que borrar cualquier lazo con Lía, incluso humillarla si era necesario.
En silencio, mientras Betty reía a su lado, Rafael se prometió no desperdiciar la oportunidad. Haría lo que fuera para asegurarse un lugar en esa familia, aunque eso significara dejar atrás a la mujer que lo había idealizado.
Mientras Lía, ajena a todo, bailaba con los ojos cerrados intentando escapar de su miseria. Después de perderse en varias canciones, ya apenas podía sostenerse en pie. Verónica, que la observaba con creciente incomodidad, decidió que era suficiente espectáculo. La sujetó con firmeza y, casi arrastrándola, la llevó de regreso a la mesa. No había más que hacer allí; era hora de llevarla a casa.
Por fortuna, Verónica sí tenía coche propio.