Capítulo 5

Di un portazo al salir de la habitación. Bajé las escaleras tropezando, con la mandíbula apretada y la respiración descontrolada. Frente a mí, la puerta principal. La furia me empujaba. Iba a reclamarle. A decirle algo. Lo que fuera. No podía tragarme esto.

Agarré el picaporte. El frío del metal me detuvo.

«¿Cómo lograste que un hombre así se fijara en ti? ¿Qué fue lo que le diste? ¿Lástima?» Las palabras de Ingrid volvieron con fuerza.

—Lástima... —musité.

Exacto. ¿Qué carajos estoy haciendo? Él Nunca insinuó nada, vi que yo quería ver. Solo fue amable. Yo me hice películas estúpidas.

Míralo a él. Mirame a mi. ¿De verdad pensé que algo así era posible?

Solté la manija, derrotada. Giré sobre mis talones y empecé a subir las escaleras.

La puerta principal se abrió. Me detuve de golpe y giré la cabeza.

Leo entró junto a Thomas, hablando en voz baja, transmitían gran seriedad. Se callaron al verme.

—Buenas tardes, Vera —saludó Leo.

—Buenas tardes —respondí sin mirarlo—. Con permiso...

Me apresuré a subir. Sentí su mirada siguiéndome hasta el último escalón.

Ya en mi habitación, me miré al espejo.

Qué patética y ridícula me veía.

Mi mente divagó a cuando tenía diecinueve años, en mi último año académico. Me había atrasado por trabajar con mis tíos. En ese año conocí a Lukas. Él tenía dieciocho. No era popular. No era el centro de atención. Era un chico normal, callado, con su pequeño grupo de amigos, siempre sentado en las filas de atrás. No participaba mucho, pero tampoco pasaba desapercibido. Tenía una forma casual de moverse, de mirar. Y quizás por eso me llamó la atención.

Jamás habría imaginado que él se fijara en alguien como yo.

No obstante, se me acercó un día en el recreo. Compartió su sándwich conmigo. Me dijo que mis dibujos eran preciosos y me encontraba interesante. Caí... me enamoré con la ingenuidad dolorosa de chica solitaria. Sin protección ni guía.

Me pidió salir. Le dije que no podía, que trabajaba. Pero igual hablábamos entre clases. En cierta ocasión, me llevó al baño. Me besó. Yo no sabía qué hacer, pero traté de dar lo mejor. Quería que no se arrepintiera. Buscaba gustarle. Tuvimos sexo. Doloroso. Rápido. Frío. Incómodo. No fue bonito. No fue dulce.

Después me ignoró. Días enteros. Solo volvía cuando quería repetirlo. Yo lo dejaba. Pensaba que así debía ser. Que eso era el amor. Que eso era tener un novio.

Solo que… me enteré de la verdad.

Que era una apuesta. Que había perdido un reto y debía «follarse a la rarita». O sea, a mí.

Yo fui eso. Un chiste. Un error. Un cuerpo usado.

Desde entonces, me cerré. Bloqueé todo lo que tuviera que ver con el deseo, con el contacto, con la entrega. Me escondí en libros, en las historias que sabía que no podían herirme, en los personajes que acariciaban sin destruir. Me refugié en fantasías donde los hombres no mentían, no herían, no se reían de una chica como yo después de usarla.

Hasta ahora. Hasta Leo.

Él no prometió ni intentó nada. Y, sin embargo, me tiene en este estado de lujuria y fijación absurda.

Tomé mis pinceles.

Pintar era la única manera de no llorar. O de llorar sin que doliera tanto. Estuve sumida por unas horas.

Un par de golpes suaves en la puerta me sacaron del trance. Me giré lentamente.

Era Marta.

—Disculpe, señorita Vera... el señor Von Drachen quiere verla en su despacho.

Me tomó unos segundos reaccionar.

—¿A mí? —musité confundida.

—Sí, señorita. Me pidió que le avisara.

Asentí en silencio. Marta cerró la puerta.

¿Ahora qué? ¿Qué quería de mí?

Me mordí las uñas, intentando calmarme.

Vamos, Vera… no es su culpa. Esto no debe afectar nada. Simplemente ve, compórtate.

Caminé por el pasillo hasta llegar frente a la puerta del estudio. Toqué dos veces.

—Adelante —respondió su voz al otro lado.

Entré. Mi corazón iba desbocado.

Leo estaba detrás del escritorio, la mirada fija en su portátil. Llevaba una camisa azul de manga tres cuartos. Cada prenda que usaba parecía hecha a medida. Ninguna arruga, ningún botón fuera de lugar. Todo en su sitio. Él en su sitio.

—¿Descansaste bien los últimos días? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.

¿Descansar? Por favor. Casi me ahogo en mis propias fantasías.

—Sí, gracias —respondí tras aclararme la garganta—. ¿Y usted?

—Bastante bien.

Me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara. Frente al sofá, sobre una pequeña mesa, había unas tazas de cappuccino y algunos panquecillos. Me senté con las piernas juntas, las manos sobre las rodillas. Me repetía que debía concentrarme. Que no debía permitir que la imaginación volviera a jugar conmigo.

Leo tomó su café. Luego se inclinó ligeramente hacia mí.

—Estás muy callada. ¿Estás bien?

—Sí. Todo normal—tome un plato con postre y un tenedor para ocupar mis manos.

—Marta me comentó que no comiste nada en todo el día —añadió, sin reproche.

—No tenía apetito.

—¿Te sientes mal? ¿Pasó algo mientras yo no estaba?

Negué con la cabeza.

—No.

—¿Te sentiste incómoda? ¿O simplemente aburrida? —interrogó. Su tono no cambió. Su rostro tampoco.

Y ahí, justo ahí, sentí cómo algo me apretaba el pecho. Su amabilidad me resultaba irritante. ¿Por qué le importaba? ¿Qué le importaba si yo me sentía mal o no? Si me sentía aburrida o no. Si había comido algo o no.

—Estoy bien —mentí.

Me quedé ahí un momento, mirando el plato, pensando que esto era injusto para él. Seguramente podía notar la mala vibra que arrastraba, a pesar de eso, se mantenía paciente. No lo vi acercarse. No hasta que su mano se apoyó sobre la mía. Grande, pálida, cálida. Sus dedos envolvieron los míos con suma delicadeza.

—Si estás bien... ¿por qué estás apretando el tenedor así? —cuestionó despacio.

No lo había notado. Mis dedos estaban tensos, la mano rígida, mi cuerpo gritando lo que mi boca no podía.

—Vera —murmuró—. Escucha... si no me dices qué sucede, no voy a poder ayudarte. Dime qué pasa. Es evidente que algo hay. No eres así. Estás callada. Ni siquiera me has mirado desde que entraste.

Quise decirle algo, cualquier cosa coherente. Pero estaba atrapada entre el calor de su mano, su olor delicioso —a madera, a algo cítrico y costoso— y esos malditos ojos azules.

Vamos, Vera. Di algo. No te quedes como una estúpida.

—Yo... lo siento, Leo. Usted ha sido muy amable conmigo. Quizás estoy actuando mal. No sé —susurré.

—No tienes que disculparte —replicó enseguida—. Solo quiero entender qué tienes.

Suspiré.

—Es que... sí, hay algo. Llevo prácticamente un mes aquí. Todo ha sido... increíble. Estoy muy agradecida. Pero empiezo a sentirme inútil. Sin hacer nada. Y no quiero seguir abusando de su amabilidad. No me siento cómoda así. Me gustaría hacer algo. No sé, trabajar, buscar algo en algún pueblo cercano o ayudar en la casa. Lo que sea.

Vi cómo apretó ligeramente la mandíbula.

—No estás abusando de nada. Fui yo quien te ofreció ayuda. Y no me molesta que estés aquí.

—Lo sé. Y le agradezco. Pero... igual quiero compensarlo. No quiero estar simplemente... viviendo aquí sin aportar nada.

—Ya te dije que no te estoy pidiendo nada a cambio, Vera.

—Sí. No tengo dudas —le aseguré—. Pero de igual manera... usted no tiene ninguna obligación conmigo. No tiene por qué hacerlo.

Su expresión cambió. Se retiró un poco, su cuerpo se tensó y apartó la mano lentamente. Lo vi levantarse en silencio. Mi corazón se encogió. Extrañé su cercanía.

A lo mejor dije algo mal.

Me puse en pie también, sintiendo que debía aclararlo.

—Es decir... yo...

—¿No te sientes cómoda conmigo, Vera? —me interrumpió calmado, aunque su tono tenía un filo único—. Creí que confiabas en mí.

—Claro que sí confío Leo. Si no fuera por usted, seguiría atrapada en ese infierno. Pero...

—Aún me sigues tratando con formalidades. No sé cuántas veces te he dicho que puedes tutearme, y aun así me hablas como si fuéramos desconocidos.

—Bueno... le tengo mucho respeto. Por eso le hablo así —musité—. Pero... si insiste y si no le gusta... intentaré ser más informal.

—Es justo lo que hacen los amigos, Vera.

La palabra se me quedó dando vueltas en la cabeza.

Amigos.

Sonaba bien. Cálida. Cercana.

—Pero no quería ser solo su amiga —balbuceé creyendo que lo había dicho en mi mente.

Él frunció el ceño, confundido, inclinándose apenas hacia mí.

—¿Cómo?

Se me abrieron los ojos al notar el desliz.

—No... o sea... sí... yo... —me trabé. —A ver… no quiero ser solo tu amiga. No, una amiga que se aprovecha de la amabilidad de sus amigos.

Traté de sonar convincente, de darle un tono más informal a mis palabras. Incluso lo tuteé, por primera vez, esperando que eso hiciera más creíble mi intento de excusa. Mis mejillas seguían ardiendo, pero al menos había dicho algo. Algo que no me hiciera quedar como una tonta enamorada que acababa de delatarse sin querer.

Leo me examinó por unos segundos, sus ojos parecían escarbar en mis pensamientos. Su expresión se suavizó. Hizo un gesto afirmativo.

—De acuerdo. Es válido. Te entiendo, Vera.

Mi pecho se desinfló aliviado. La boca traicionera, al menos esta vez, encontró una salida digna. Pero debía tener más cuidado. Estaba malinterpretando todo. Él fue amable, generoso, considerado. Me había ayudado cuando no tenía a nadie más. Y sí, con el tiempo nos habíamos vuelto cercanos… amigos. Eso. Nada más. Él solo lo veía así. Y yo no podía confundir eso.

—No me siento incómoda contigo, Leo —resalté bajito, siendo sincera—. Solo es esta situación de no hacer nada.

Él asintió de nuevo y caminó por la habitación.

—De acuerdo, pero... ¿Estás segura de que quieres ir al pueblo? Tus tíos podrían encontrarte.

—Estamos bastante lejos. No creo que sepan dónde estoy ahora. Incluso Carintia está a horas de aquí. Y ya eso quedaba lejos del pueblo.

Leo guardó unos segundos de pausa.

—Aun así… me parece muy pronto. No porque no puedas, solo no quiero que te arriesgues.

Apreté los labios, tenía razón no podía exponerme aún.

—De verdad no me pesa que estés aquí —añadió él, retomando asiento. Su figura esbelta y alta, transmitía una gracia distinguida—. Es más… me hace bien tu compañía.

Una pequeña punzada me apretó el estómago. Esta casa era enorme. Y tan callada. Él no tenía familia. Lo había dicho antes. A lo mejor yo era apenas un ruido distinto, algo que llenaba sus silencios… pero solo eso.

—Gracias… me tranquiliza oírlo —logré decir, recuperando mi lugar también.

—Estuve pensando —se apoyó contra el respaldo de la silla, su mirada se desvió hacia la pantalla del portátil encendido —. Hay universidades que ofrecen programas a distancia en arte y diseño. Podrías estudiar desde aquí, a tu ritmo. Si quieres, puedo ayudarte con todo, desde el registro hasta lo que necesites para empezar. Pensé que sería una buena forma de mantenerte ocupada, que hagas algo que te guste. Y bueno… más adelante podrías ayudarme también con mis proyectos.

—¿En serio? —susurré, incrédula—. Leo. No sé cómo agradecerte todo lo que haces por mí. Nadie… nadie había hecho algo así antes.

—No tienes que agradecerme nada —dijo él, ladeando apenas la cabeza—. De hecho, lo estuve pensando varios días. Recolecté la información y quería mostrarte esto personalmente. Por eso te llamé.

Me tendió un folder con varios documentos. Lo tomé entre mis dedos inestables. Él continuó hablando sobre los detalles de las universidades. En un gesto distraído, se desabrochó los gemelos y comenzó a arremangarse la camisa.

Frunció apenas el ceño mientras lo hacía. Sus antebrazos quedaron al descubierto, firmes, marcados por venas. Las manos grandes, los dedos largos… todo eso bastó para que el calor me subiera a mi entrepierna de forma violenta. La atracción era tal que mi mente regresaba al instante de anoche, a su voz:

«Córrete para mí».

Apreté el folder entre mis dedos y mis muslos.

—¿Vera? —su voz rompió mi divagación—. ¿Estás bien?

Pestañeé. Él me contempló atento. Su expresión denotaba confusión.

—¿Qué?

—Tu cara está roja —señaló —. ¿Te sientes mal?

—No, no. Estoy bien — Ni yo me creí lo que dije. Bajé la vista, cerrando los ojos unos segundos—. Lo siento… es que… me pongo roja por todo. Es molesto.

—No pasa nada —replicó con suavidad—. Es natural. Aunque… ¿por qué estás roja ahora?

Tragué saliva. Lo enfrenté tímidamente.

—Es por las universidades. Me emociona mucho.

Sus ojos me quemaban. Yo no podía más. Necesitaba distancia. Me levanté y caminé hacia la ventana, permitir que la sangre fluyera por mi cuerpo y calmar a mis locas hormonas.

—¿No tienes calor? Parece que hace calor, ¿no?

Leo se levantó y se apoyó sobre el escritorio con los antebrazos. Su mirada me siguió inquisitiva.

—Es otoño. Si estás sintiendo mucho calor, hablaré con Marta para que le baje a la calefacción.

Me quedé junto a la ventana. La abrí un poco. Fuera llovía. El aire frío chocó en mi piel y me ayudó a relajarme ligeramente. Él se acercó.

—Podrías resfriarte con esa lluvia —advirtió cerrando la ventana—. ¿Quieres algo frío? ¿Agua con hielo, tal vez?

Me estaba volviendo a desequilibrar. Lo miré. Su expresión apática y desinteresada, la tranquilidad que lo rodeaba como una bruma. Sus ojos azules, sus facciones perfectas, sus labios rosados, sus manos…

Fue un arrebato el qué me poseyó.

Me puse de puntillas.

Lo besé...

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP