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A las afueras de la mansión von Drachen, en la espesa nevada, una silueta femenina aguardaba inmóvil, a unos metros de la verja que delimitaba la propiedad. El viento arrastraba copos de nieve, adhiriéndolos a su chaqueta oscura.
El brillo metálico de un encendedor rompió la tiniebla; una chispa iluminó su rostro apenas un instante. Bastó para que los ojos grises, enrojecidos por la rabia y el insomnio, delataran una presencia alimentada de odio.
Entre sus dedos, el cigarrillo ardía lento. El humo subía en espirales, difuminándose contra la neblina blanca de la helada.
Introdujo la mano en el bolsillo, extrayendo una fotografía arrugada. El papel estaba gastado, los bordes estaban deshechos, apenas sostenidos por la obstinación de quien no quiere soltar el pasado.