Me giré acelerando el paso hacia la zona de descanso. Me tope a Lina, traía su carpeta bajo el brazo y su café a medio terminar. Al verme, frunció el entrecejo.
—Vera, ¿qué pasa?
Me acerqué a ella con urgencia, bajando la voz.
—Si alguien pregunta por mí... di que no sabes nada. Que no me conoces. Que no hay nadie aquí con mi aspecto ni con mi nombre. Por favor.
Ella parpadeó, confundida.
—Vera... ¿te buscan?
Afirmé.
—¿Son peligrosos?
—Sí.
No preguntó más. No lo necesitaba. Solo asintió, una lealtad silenciosa que había crecido entre nosotras. Yo me dispuse a ir a mi habitación. Cerré la puerta y recogí lo que pude. No tenía maletas; metí algunas mudas de ropa, mis cuadernos, los dibujos, mis objetos más personales en una mochila.
Tomé una hoja del escritorio y escribí una nota rápida para los dueños del hostal. Les agradecía por todo desde el primer día. Pedía disculpas por irme de esa manera.
Salí por la puerta de servicio escabulléndome sin mirar atrás, sintiendo que en cualquier momento ellos iban a alcanzarme. Que, por mucho que huyera, no podía escapar del todo.
Seguí corriendo hasta que me ardieron los pies. Atravesé calles desconocidas, parques, estaciones. Llegué a una cabina telefónica al borde de una carretera secundaria. Mis manos no cooperaban al buscar en el bolsillo la tarjeta de Leo. Marqué el número una vez. No hubo respuesta. Tragué saliva y lo intenté de nuevo.
—¿Hola? —respondió al segundo intento.
—Soy yo... Vera —balbuceé entrecortada —. Ellos... mis tíos. Estaban aquí. Me encontraron. Tuve que huir.
Su voz cambió de inmediato.
—Dime dónde estás. Iré por ti. Espérame.
Le di el nombre del lugar que había alcanzado a leer en un letrero cercano. Me indicó que no me moviera.
Esperé.
El cielo se oscureció aún más y empezó a hacer frío. Me acurruqué en el interior de la cabina, abrazándome las piernas. Pasaron horas. No sé cuántas exactamente. Estaba a punto de llorar del agotamiento. Comencé a asumir que no vendría, cuando el coche negro frenó junto a la vía.
Leo bajó sin apagar el motor. Se acercó rápido, me cubrió con su chaqueta y tomó mi rostro entre sus manos.
—Podrías haber esperado dentro de algún local —dijo ceñudo, aunque su tono era más preocupado que molesto.
No contesté. Me abalancé a su pecho, lo abracé fuerte, sumergiéndome en el olor pulcro y calidez de su torso.
—Ya está —susurró cerca de mi oído —. Estoy aquí. No te va a pasar nada.
Me ayudó a ingresar al coche, subió la calefacción. Durante el camino, no hablamos mucho. Solo le pregunté:
—¿A dónde vamos?
—A casa —me respondió.
Condujo durante horas. Dijo que normalmente eran siete, pero que llegaría en cinco. Viajamos toda la noche. No noté en qué momento el paisaje se volvió más boscoso, más silencioso. Más ajeno.
Finalmente, entramos a un camino de piedritas. El coche vibraba ligeramente sobre la grava. Ante mis ojos se divisó.
Una mansión.
Antigua, imponente. Muros de piedra cubierta de hiedra, ventanales piso a techo, una fuente apagada frente al jardín. El portón de hierro se abrió y el auto avanzó por un sendero flanqueado de árboles.
Leo me abrió la puerta.
—Bienvenida, Vera. Aquí vas a estar a salvo.
Cuando crucé sus puertas no sabía si estaba entrando en una casa o en un sueño gótico de los que solía leer en las madrugadas, escondida entre mantas. Todo tenía un aire majestuoso, pero nada era excesivo. Era elegante, sobria como Leo.
El interior era aún más impresionante. Techos altos, lámparas de cristal flotaban sobre estancias amplias con una distribución armoniosa. Cada espacio parecía diseñado para el silencio. Alfombras gruesas, madera pulida, cortinas delicadas. Las zonas comunes eran acogedoras, como salidas de una revista de arquitectura. Todo lucía impecable y costoso. Había puertas cerradas. Alas que no conocía. Cuartos que no sabía si podía o debía explorar.
La primera noche, mientras cenábamos en el comedor. Me atreví a preguntarle algo que me rondaba la cabeza.
—¿Usted vive solo aquí?
Leo levantó la vista del vino.
—Sí —se detuvo un momento, tal vez decidiendo si compartir más —. Mis padres murieron cuando era niño. Desde entonces no tengo mucha familia. Solo una prima que vive en Inglaterra. Es como una hermana para mí, aunque rara vez coincidimos.
Bajé la mirada. Sentí que había tocado un tema sensible sin querer.
—Oh… lo siento —musité, jugueteando con los restos de puré en mi plato. Estábamos cenando crema de calabaza con un toque de jengibre, pan horneado, y una carne en salsa de vino tinto que se deshacía al contacto con el tenedor.
—La soledad no me molesta —continuó Leo—. Esta casa está llena de cosas que amo. El silencio, el arte, la rutina.
Y tenía razón. Ese mismo día, antes de la cena, me había mostrado parte de la casa. Un breve recorrido que terminó en la galería del ala este, donde trabajaba. Allí había vitrinas con fragmentos de esculturas clásicas, lienzos envueltos con etiquetas manuscritas, herramientas perfectamente organizadas sobre mesas largas. Todo estaba en orden, el caos no tenía cabida en su mundo. Restauraba arte con la misma delicadeza con la que hablaba: sin levantar la voz, sin prisa, sin margen de error.
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La noche siguiente, la comida estuvo deliciosa. —risotto cremoso con setas silvestres y queso azul, acompañado de ensalada de peras y nueces — Todo sabía casero. Marta la ama de llaves, y cocinera, era una mujer amable, de unos cincuenta años, con manos fuertes y una mirada crítica. Había dos mujeres más que venían por las mañanas y se encargaban de la limpieza general, y un jardinero que no cruzaba palabra. Todo funcionaba como una maquinaria aceitada.
Como yo tenía la percepción de que estaba siendo una holgazana sin aportar nada. Me levanté, decidida.
—Puedo ayudar —aseguré, ya recogiendo los platos, con las mangas de mi blusa arremangadas hasta los codos.
Leo me observó desde su silla. Después negó con la cabeza lentamente.
—Aquí hay personas que reciben un sueldo para eso. Tú eres mi huésped, Vera. Descansa. No estás aquí para servir.
Me detuve, sintiendo cómo el calor me subía por las mejillas.
—Gracias —susurré.
Me giré para volver a la mesa. La copa vacía estaba en el borde del mantel, y con un solo roce, cayó al suelo.
El sonido del cristal rompiéndose fue una burla.
—¡Ay, no! —me agaché enseguida, con los nervios crispados. ¿Por qué siempre tenía que hacer el ridículo frente a él? Mis manos buscaron los fragmentos.
—Vera, deja eso —demandó bajo. Una advertencia.
No le hice caso. Me urgía corregir el desastre, mis dedos se deslizaron sobre una esquirla afilada. Sentí el ardor, el corte.
—Mierda… —siseé, llevándome el dedo a los labios.
Leo ya estaba a mi lado.
—Déjame verlo —pidió.
Estiré la mano, sintiéndome una idiota.
Tomó mis dedos. Su mirada se detuvo en la sangre que brotaba. No parecía alarmado. Tampoco molesto. Había algo en su expresión... fijo, concentrado, casi hipnótico.
—No debiste tocarlo —murmuró.
Yo no pude decir nada. Me distraje con lo cerca que lo tenía. Al punto que pude ver cómo su manzana de Adán subía y bajaba al tragar. Me embelesé viendo el movimiento de su garganta, cómo sus labios se fruncían al analizar la herida. Apretó mi dedo un poco más y otro chorrito de sangre brotó. Se disparó una punzada de ardor en mi dedo herido y.… en mi vientre. Un gemido leve, involuntario, escapó de mis labios.
Él parpadeo, con la mandíbula apretada, el sonido lo desconcentró. Inspiró hondo, y volvió a mirar mi dedo.
—No es profunda —comentó, despacio —. Pero debes tener más cuidado.
No podía pensar con claridad. Mi cabeza se nublaba con una sola idea absurda: quería besarlo. Sus labios estaban a escasos centímetros. Me regañé por siquiera considerarlo. «No lo hagas sinvergüenza».
Por suerte, él rompió el momento. Sacó un pañuelo de su bolsillo y lo presionó contra mi dedo.
—Aguarda aquí —ordenó.
Asentí, atontada. Volvió enseguida con una tirita y me la colocó. Acto seguido me ofreció la mano para ayudarme a incorporarme.
—Deberías descansar, es tarde —sugirió entonces.
—Lo siento… por romper la copa —musité—. Usted debe estar agotado de mi torpeza.
—La copa es lo de menos —contestó, restándole importancia—. No estoy agotado en lo absoluto. Solo espero estar siempre a tiempo para evitar que te hagas daño.
Sonreí como una tonta, encantada. No era solo lo que decía. Era cómo lo decía. Empezaba a convencerme de que realmente me estaba protegiendo.
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En estas semanas he descubierto que él hace muchas obras benéficas, colabora con fundaciones, dona dinero, ayuda. Tiene dinero a un nivel que puede hacerlo con facilidad. Marta me contó que la familia Von Drachen fue parte de la realeza hace generaciones, que su apellido pesa en el círculo de millonarios de Europa. Él nunca lo menciona, claro. Pero las cosas que hay en esta casa… una sola pieza de arte vale más que mi existencia.
Su fortuna viene de una herencia enorme, sí, pero al ser el mejor restaurador de arte y reliquias. Los museos y coleccionistas ricos lo claman. Lo descubrí porque me dejó usar su estudio, su biblioteca, hasta su ordenador. Comencé a buscar su nombre por curiosidad. Aparece vinculado a museos de renombre, a piezas centenarias, a subastas privadas. No le gusta la fama, pero está allí, en el mundo de los elegidos.
Y yo… ¿quién soy yo?
Una parte de mí quiere creer que quizás yo también le agrado. Sé que todo puede ser solo fantasía. Porque estoy enamorada de él y me aferro a cualquier señal, real o imaginada.
Hice todo lo posible por mantenerme ocupada. Caminé por los jardines. Algunas mañanas me sentaba a observar la pérgola del jardín y el bosque desde el ventanal. La mansión ya no era un laberinto; había aprendido a orientarme entre sus pasillos largos. Conocía exactamente qué camino tomar para llegar a la biblioteca, y fue precisamente en mi trayecto, cuando vi a Thomas saliendo de uno de los despachos con una carpeta en la mano, serio como siempre.
Thomas es la mano derecha de Leo. Es un hombre joven, calculo que no pasaba de los treinta. Su rostro alargado, piel tostada, cabello oscuro, peinado hacia atrás con una perfección obsesiva. Llevaba un traje elegante, un reloj discreto y una postura recta. Nos cruzamos en el pasillo, y me saludó con un leve movimiento de cabeza.
—¿Leo ya volvió? —me animé a preguntar.
Thomas negó con la cabeza.
—Tuvo un asunto urgente. No regresará hoy, señorita Vera.
Nada más. Corto. Medido.
Asentí, aunque algo dentro de mí se desinfló. Era ridículo, claro. Él no me debía nada. Pero deseaba verlo, según regresaba hoy de su viaje. Me había alistado ese día con especial cuidado, me había puesto un vestido bonito, arreglado el cabello y aplicado un poco de perfume, con la ilusión estúpida de que él volvería.
Esa noche cené con desgano.
Tras la cena, subí a mi habitación: un cuarto lujoso, cómodo y decorado hermosamente. Me envolví entre las sábanas.
No sé cuánto tiempo dormí hasta que abrí los ojos. Algo me hizo despertar. Mis sentidos no reaccionaron de inmediato, pero divisé una sombra junto a la cama.
Leo. De pie, justo al lado. O al menos eso pensé. Otro sueño. Era igual que aquella otra noche. Pero esta vez, él me miraba. No sentado a la distancia. Estaba ahí, cerca. Pude sentir además el leve peso cuando se sentó en el borde del colchón.
—Vera... dime lo que deseas —pidió él, en un murmullo.
—Te deseo a ti —respondí al instante, mi alma hablando primero.
—Tócate —ordenó sin alzar la voz.
Así lo hice.
Mis dedos viajaron por debajo del camisón buscando mi piel, mi humedad. Me arqueé apenas, sabiendo que él me veía. Que lo hacía para él. Mis piernas temblaban. Mi pecho se agitaba. La sensación era devastadora, diferente a cualquier otra vez.
Él no se movía. Solo observaba. Yo gemía bajito, mordiéndome el labio evitando gritar.
Se inclinó más deteniéndose a centímetros de mí. Pude distinguirle los ojos, los pómulos, parte de sus labios iluminados por la tenue luz de la luna colándose entre las cortinas.
—Te dije que no te mordieras el labio —susurró ronco, alterando toda mi sensibilidad, estaba por estallar desde adentro.
Jadeé.
—Me dan unas enormes ganas de morderlos yo —añadió bajando su vista a mis labios.
Mi respiración se agitaba, ese cosquilleo delicioso en mi vientre crecía. Desestabilizándome. No quería moverme, no quería que desapareciera, no quería despertar.
—Córrete para mí —me incitó ronco susurrando en mi oído.
Mi cuerpo respondió al instante. El clímax me alcanzó violentamente. Aferré mis dedos a la tela de la cama, estrujándola. Mis caderas se movieron por sí solas, los gemidos escaparon.
Me escondí bajo las sábanas abrazando la almohada. Estuve así, respirando con dificultad, tratando de calmarme. Cuando volví a abrir los ojos, apenas clareaba. Miré el reloj: 5:45 de la mañana.
Estaba sola.
La habitación estaba teñida de azul, atrapada en ese instante entre la noche y el amanecer.
Me llevé las manos al rostro, hirviendo de vergüenza.
—Dios... —negué completamente mortificada —. ¿Qué está pasando conmigo?
Otra vez había tenido un sueño húmedo con él.
Esa mañana me refugié en la biblioteca. Había intentado distraerme como fuera, después del sueño de anoche. Leí por un rato. Mi mente seguía repitiendo su voz en bucle. Apoyé mi espalda contra la repisa de madera, dejando caer el libro un poco sobre mi regazo.
A través de la ventana divisé el coche negro ingresando a la propiedad.
La puerta trasera se abrió. Y él bajó.
Leo.
Me incorporé, una parte infantil dentro de mí se alegró estúpidamente con solo verlo. Con el libro aún en la mano, me acerqué al ventanal.
Él caminó hacia el otro lado del coche. Esa forma suya de moverse, segura y masculina. Abrió la otra puerta. Del asiento descendieron unas piernas largas con tacones, una mujer.
Alta, de piel morena brillante y curvas de revista. Vestía un conjunto color crema, se ceñía a su figura con una perfección insultante. Cabello oscuro en ondas y un rostro tallado a mano. Hermosa.
Thomas se acercó a recibirlos, pero yo ya no podía ver otra cosa que no fueran sus brazos. El de ella, enredado en el de Leo.
Y lo peor: él la dejó hacerlo. No solo eso. Sonrió.
Mi estómago se revolvió. Era la primera vez que veía esa expresión en él. Conmigo siempre era contenido, sereno, misterioso. Pero ahora... levantó apenas una comisura del labio. Le dijo algo, además, le acarició un mechón de cabello. Se lo acomodó tras la oreja. El gesto fue íntimo. Dolorosamente tierno.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó.
No lo soporté.
El corazón se me comprimió en el pecho. Me ardía la cara de rabia. Apreté el libro con tanta fuerza que casi lo rompo. Mis uñas se clavaron en la piel de mis palmas, y los dientes en el labio inferior.
Esa mujer estaba encima de él. Tocándolo. Sonriéndole.
Tiré el libro contra el sofá.
—¡No! ¡No!
Mis pies se movieron antes que mi cabeza. Ya no razonaba.
No me importaba si era ridículo. Me daba igual si no tenía derecho.
Di media vuelta y caminé decidida hacia la puerta.
Iba a enfrentarlo.