Un toque rápido. Inseguro. Mis labios rozaron los suyos apenas un segundo. Un arrebato. Mis emociones colapsaron. Él no reaccionó. Solo se quedó quieto. Sorprendido.
Mi cerebro entró en pánico.
—Perdón… yo… lo siento —balbuceé, retrocediendo de inmediato. Apreté los documentos contra mi pecho y salí corriendo del estudio.
No sabía si vomitar, desmayarme o hacer ambas cosas al mismo tiempo. ¿Qué carajos acababa de hacer?
Me encerré en mi cuarto. Caminé de un lado a otro alterada. Lo que hice fue tan fuera de lugar. ¿Y si ahora Leo tenía problemas por mi culpa? ¿Y si esa mujer castaña realmente era su novia? Él había sido claro conmigo: éramos amigos. Yo había arruinado todo.
Algo en mí definitivamente no era normal, ¿Cómo reaccioné así con alguien que solo quería ayudarme? ¿Cómo pude besar al único amigo que tengo? ¿Qué tipo de idiota hace eso?. Sentí mucho asco de mi misma.
—Eres una desagradecida. Una daña hogares —me reproché, frente al espejo.
Me esforcé por revisar el documento con la información de las universidades, pero no pude hacerlo. Nada tenía sentido ya. ¿Cómo iba a aceptar su propuesta después de esto? No dudo que se le quitarían las ganas de seguir ayudándome.
Pasé horas garabateando flores, paisajes, cualquier cosa que me distrajera. Afuera, un aguacero. El cielo gris. El jardín impracticable. Tampoco podía salir a caminar como normalmente hacía cuando estaba así.
Las horas pasaron. La tarde se volvió noche.
El toque en la puerta me sobresaltó. Pero respiré aliviada cuando reconocí la voz de Marta. Ella, con una inclinación de cabeza, se adentró a la habitación.
—Señorita Vera, la cena está servida —me informó.
—¿Leo ya bajó?
—Sí, está cenando ahora —respondió ella, su tono amable y profesional.
—No me sirvas, por favor. No voy a cenar.
—¿Se siente mal otra vez? —inquirió, dudosa.
—No, bueno sí, es el estómago. No pasa nada. Solo quiero acostarme a dormir.
—Buenas noches, señorita.
Me quedé en la cama, con el alma encogida. ¿Con qué cara iba a bajar a cenar? ¿Cómo podía alimentarme de su comida después de lo que hice? Era una sinvergüenza.
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Eran pasadas las diez de la noche, escuché de nuevo dos golpes suaves en la puerta, y luego el sonido inconfundible de la manija girando. Yo ya me había duchado y estaba en mi camisa de dormir, así que me acomodé dándole la espalda a la entrada.
—De verdad, Marta, no voy a comer —le repetí.
Pero me pareció extraño que no dijera nada, por ende me incorporé para verla. No era Marta.
Leo estaba allí.
—¿Puedo pasar? —inquirió.
Asentí. Apenas si logré moverme. Él entró con un carrito de madera donde había una bandeja y varios platos cubiertos.
—Cenar sin ti fue… bastante solitario. La comida no me supo igual —aseguró, colocándose al borde de la cama, justo frente a mí.
No sabía qué decirle. Evité mirarlo directamente.
—Lamento no haber bajado.
Él negó con la cabeza.
—No quiero que te malpases ni que dejes de comer por cualquier cosa —le escuchaba suave, sin juicio—. Anda, come algo. Después hablamos, ¿sí?
Me acomodé un poco y él tomó el libro que había dejado a un lado. Lo hojeó sin prisa.
—¿Edgar Allan Poe? «El corazón delator». Este cuento es de mis favoritos —comentó—. Siempre me ha parecido fascinante cómo muestra la culpa. Hasta que nos consume… y nos hace confesar.
Me quedé quieta. Había olvidado que ese era el libro que había intentado leer. En lo que hablaba, destapé uno de los platos y descubrí un puré de papas cremoso con hierbas finas y un pequeño cuenco de caldo. También había una porción de tarta de frambuesas como postre. Comí despacio. Tenía más hambre de la que admitía. Apenas había desayunado y no había probado bocado desde entonces.
Leo hablaba de literatura. De los cuentos de Poe y de otros autores. Y yo solo podía concentrarme en que él estaba dando la impresión de que el incidente anterior jamás hubiera existido. Esa calma era reconfortante. No sabía si agradecerle o rogarle que me gritara, que me dijera que estaba loca por haberlo besado.
Cuando terminé de comer, dejé el tenedor en el plato y tomé un sorbo de agua. El sonido al tragar fue grotescamente alto en mis oídos.
—Lo siento mucho —me armé de valor.
Él cerró el libro y lo dejó sobre la mesita cercana.
—¿Te arrepientes? —preguntó.
Lo miré, confundida.
—¿Eh?
—¿Te arrepientes de haberme besado?
Me atraganté con mi propia respiración. No esperaba que fuera tan específico, aunque claramente había dicho que hablaríamos después y yo ahora me disculpo... Rayos, estoy empezando a divagar de nuevo. Concéntrate, Vera.
—Yo… tú… debiste sentirte incómodo —balbuceé—. No quería causarte problemas con tu novia…
Una sutil extrañeza surcó su rostro.
—¿Novia? ¿De qué hablas, Vera?
—La castaña de piernas largas con la que estabas fuera del auto esta mañana, allá en la entrada...
Él ladeó la cabeza, apretando los labios, intentando recordar.
—¿Mi prima, Annette? ¿Eso creíste?
—¿Tu… prima? ¿La de Inglaterra? ¿Annette, la que es como tu hermana? —hice las preguntas una tras otra, sintiéndome totalmente estúpida por no haber pensado en esa posibilidad.
—Exactamente. Se quedó un par de días en la ciudad. Quería que la conocieras. Solo que ella tuvo que irse.
Abrí la boca.
—Estás roja otra vez —dijo, con una pequeña mueca que apenas torció sus labios—. ¿Por qué estás roja, Vera? ¿Estás pensando en besarme de nuevo?
Me cuestionó tan malditamente impasible, que no supe cómo reaccionar. Y más cuando la vi: una sonrisa de lado pequeña.
Sus ojos bajaron hasta mis labios. Me estaba mordiendo el labio, intentando calmar esas ganas locas de lanzarme sobre él de nuevo.
Se inclinó hacia mí. Su rostro tan cerca, me costó respirar.
—Te dije que me dan unas enormes ganas de morderlos cuando haces eso —susurró.
No hubo duda. Esa frase ya la había escuchado.
Esa misma madrugada. En la cama. Entre gemidos.
No era coincidencia.
No podía serlo.
Él había estado aquí. Viéndome.