Leo, ven aquí —le pedí.
Él negó de inmediato, tensando la mandíbula. —Creo que saldré un momento a tomar aire.
Eso no lo permitiría, pensé en alguna excusa factible — Acabo de despertar, estuve al borde de la muerte… no quiero quedarme sola.
Exageraba, solo que a veces usaba un poquito de drama con él. Y funcionó. Al escucharme, se devolvió, enseguida. Posicionándose a mi lado, los ojos en mi herida.
—Estás débil —murmuró—. No quiero ponerte peor, tengo un caos ahora mismo que es mejor calmar afuera.
—No —le atajé—. Quédate y hablemos.
Coloqué la palma en su mejilla; preparando lo que necesitaba decir, Leo debía entender un par de cosas.
—Escúchame bien, Leo —empecé despacio—. No hay ningún hombre en la faz de la Tierra que tenga mi atención como la tienes tú. Ni antes ni ahora. No hay duda: tú eres mi todo. No deberías sentirte inseguro ni por un instante.
Noté que su