Arquímedes estacionó el coche frente a la humilde vivienda.
—Hemos llegado —dijo, apagando el motor de su automóvil—. Debo advertirte algo... mi casa es pequeña y está un poco alborotada. Somos dos hombres y he tenido poco tiempo para arreglarla.
—No importa —respondió ella—. No será por mucho tiempo.
Arquímedes la miró de reojo.
—No pienso vivir toda mi vida huyendo de Jeremías —añadió Macarena, con una media sonrisa.
Él apretó el volante.
—Nunca pensé que ambos —dijo al fin—, Jeremías e Inés, terminarían convirtiéndose en nuestros verdugos.
Macarena bajó la mirada y sonrió con pesar.
—Yo tampoco —dijo.
Mientras descendía del coche, Arquímedes sacó del baúl la maleta. Abrió la puerta con sumo cuidado para no despertar a su hijo.
El apartamento era tal como él lo había descrito, pequeño y sencillo. Aun así, al cruzar la puerta, Macarena sintió alivio.
—Gracias por sacarme de allí —dijo—. No quería quedarme al lado de un hombre que me mintió.
—Puedes quedarte el tiempo que quieras —re