Charles Schmidt
La mañana había comenzado como cualquier otra: informes, balances, contratos sin firmar y el constante murmullo del aire acondicionado en mi oficina. Estaba revisando una carpeta cuando sonó el intercomunicador.
—Señor Schmidt —dijo la voz de Sandra, mi secretaria—, hay alguien que desea verlo. No tiene cita, pero insiste.
Fruncí el ceño. —¿Quién es?
—Amelia, señor.
Guardé silencio por unos segundos. ¿Amelia? Después de todo este tiempo…
—Déjala pasar —ordené.
La puerta se abrió, y allí estaba. Amelia. Radiante, elegante, segura. La misma mujer que me robó el aliento en la universidad, la que debía ser mi esposa… y no Rebeca. Pero no venía sola. A su lado, un niño pequeño, de no más de tres años, caminaba tomado de su mano. Vestía un suéter azul, traía una tableta entre sus bracitos y sus ojos… maldita sea, sus ojos eran iguales a los míos.
—Hola, Charles —dijo ella con suavidad—. Veo que no ha cambiado.
Me recosté en el sillón. —Corta la nostalgia, Amelia. ¿Qué haces aquí?
Ella se sentó frente a mí, sin dejar de acariciar la cabeza del niño.
—Quiero recuperarte.
Una risa amarga se escapó de mi garganta. —¿Recuperarme? No digas tonterías. Tú me dejaste. ¿Acaso ya lo olvidaste?
—No exactamente —corrigió, cruzando las piernas—. Me obligaron a hacerlo. Mi familia no quería que me quedara. No fue elección mía, y lo sabes.
— ¿Y el niño? —pregunté, con una mezcla de incredulidad y rabia contenida—. ¿Ahora traes un niño contigo? ¿Es eso parte de tu plan?
—Ese niño, Charles... es tu hijo.
El silencio cayó como una sentencia. Me incliné hacia el escritorio, escudriñando su rostro en busca de alguna señal de mentira, alguna grieta en su seguridad. Pero no la encontré.
—Estás mintiendo —dije, aunque ya no con tanta fuerza.
—Puedes hacerle una prueba de ADN. No me opondré —respondió firme, serena. Demasiado Serena.
Me levanté de golpe. Caminé hasta el niño, que estaba distraído con su tableta. Me arrodillé a su lado. Él levantó la mirada y sonriendo. Fue como mirarme en un espejo retrovisor de mi infancia. Esa sonrisa... esa sonrisa condenada.
—Está bien —dije al fin—. Vamos al hospital.
Tomé mi portafolio. Amelia se levantó y le tendió la mano al niño. Él, con naturalidad, me tomó la mía. Un gesto tan inocente que me heló la sangre.
Bajamos por el ascensor. Todos en la empresa se quedaron inmóviles al vernos pasar. Charles Schmidt, con una mujer y un niño. No tardaron en sacar sus conclusiones. Y entonces sucedió lo inevitable.
Paparazzi
No sé a quién los llamaron, pero cuando salimos por la entrada principal, ya estaban allí. Flashes, gritos, micrófonos.
—¡Señor Schmidt! ¿Ese niño es su hijo?
— ¿Está engañando a su esposa?
—¡Mírenlo! ¡Se parecen!
—¡¿Está Amelia embarazada otra vez?!
Apreté los dientes, soltando la mano del niño para protegerlo. Mis guardaespaldas, inútiles como siempre, intentaban abrirnos paso. Me abrí paso a empujones hasta mi auto. Amelia y el niño se subieron detrás de mí.
— ¿Quién demonios los llamó? —gruñí. Enciende el maldito auto, le dije a mi chofer.
—No fui yo —replicó Amelia.
La miré de reojo. No era momento de juegos.
— ¿Adónde vamos, señor Schmidt? —preguntó el chofer.
—Al hospital.
El hospital nos bajo recibió la discreción que le había pedido a mi amigo, el doctor Levine. Llevábamos mascarillas y gafas oscuras, pero la tensión era innegable. En el interior, el niño fue llevado a una sala donde le extrajeron sangre. No lloró. Solo me miró mientras sostenía la mano de su madre.
Una hora de espera.
La más larga de mi vida.
Nos sentamos en la cafetería. Amelia pidió un café. Yo no podía dejar de pensar en Rebeca. Si esto salía como sospechaba… no habría forma de ocultarlo.
—¿Por qué ahora? —le preguntó en voz baja—. ¿Por qué no viniste antes?
Amelia bajó la mirada. —Porque no quería complicarte la vida. Pensé en criar a nuestro hijo sola. Pero… crecer verlo con tus ojos y tu sonrisa, sin saber quién eres… me mataba por dentro.
Entonces lo vi: un par de fotógrafos escondidos tras un falso diario. Levante la vista. ¡Otra vez los malditos paparazzi! Intenté disimular, pero era tarde. Uno de ellos tomó una foto justo en el momento en que Amelia, distraída, me tomaba la mano. Y luego... el flash.
Corrí hacia ellos. —¡Bórrenla! ¡Ahora!
Pero ya era tarde. Salieron corriendo. Maldición.
—Charles… —dijo Amelia, aún sujetándome la mano—. Ya está hecho. ¿Por qué seguir escondiéndolo?
Antes de que pudiera responder, apareció el doctor Levine. Su rostro, tan serio como siempre, traía consigo la respuesta que cambiaría mi vida.
—Carlos —dijo—. El niño... es tu hijo. 99,98% de coincidencia.
No dije nada.
No pude.
Solo miré al niño, que jugaba con una figura de acción como si no tuviera idea de que acababa de romper mi mundo en dos.
Amelia emocionada con tristeza. —Te lo dije.
Y en ese instante lo supe: el caos apenas comenzaba.