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Capítulo 2 Dos líneas que lo cambiaron todo

Rebeca Miller

Dos años antes....

Si me hubieran dicho que un par de líneas rosadas podían volverse el punto de quiebre de mi vida, no lo habría creído. Pero ahí estaba yo, dos meses después de haberme entregado a Charles Schmidt por primera vez, caminando de un lado al otro en mi habitación, apretando con fuerza una prueba de embarazo que aún no me atrevía a usar. Tenía el corazón galopando, la boca seca y un nudo en la garganta.

Respiré hondo y entré al baño. Me senté con las piernas temblorosas, recogí un poco de orina y coloqué la muestra sobre el pequeño test blanco. Me levanté, me subí la ropa interior con movimientos torpes y me lavé las manos mientras mi reflejo en el espejo me devolvía la mirada. ¿Quién era esa chica? Desde aquella noche con Charles, apenas lo había visto. Tal vez porque no podía enfrentarlo, no sabía qué decirle, no sabía qué pensaba él de mí. Tal vez simplemente me escondía porque me daba vergüenza.

Volví a mirar la prueba y ahí estaban: dos líneas rosadas.

Me derrumbé en el piso del baño. Las lágrimas me inundaron los ojos. No podía respirar. Sentía que todo mi mundo se caía. "Soy una estúpida... "¿Cómo pude quedar embarazada?", me repetía una y otra vez. Tenía que hablar con él, tenía que contarle. Tal vez, juntos, podíamos encontrar una salida. Pero, ¿mi carrera? No podía dejar de estudiar. No ahora.

Me limpié el rostro, me puse de pie y tomé mi mochila. Guardé mis cuadernos y salí de la habitación. Al bajar, vi a mis padres sentados en la sala, conversando. Mi madre, Evelyn, sostenía una taza de café entre las manos, y mi padre, Bruno, lucía más preocupado que de costumbre.

—Buenos días, papá. Buenos días, mamá —dije, tratando de sonar normal. Le di un beso a mi madre.

Mi padre apenas me saludó con un gesto de la cabeza, pero no tenía tiempo para preguntar qué pasaba.

—Nos vemos luego —les dije y salí rápidamente de la casa.

Subí a mi auto y lo encendí. Tenía que ver a Charles. Tenía que contarle. En el trayecto a la universidad, mi mente era un torbellino. Al llegar, estacioné el coche y comencé a buscarlo con la mirada. Rosa, mi mejor amiga, se me acercó.

—Hola, Rebeca. ¡Te ves pálida! ¿Pasó algo?

Quise llorar. Pero no podía hacerlo allí. Tenía que ser fuerte.

—Rosa, tengo que contarte algo...

Metí la mano en mi mochila buscando la prueba, pero mi corazón se detuvo. No estaba. La había dejado en el baño.

—No, no puede ser...

—¿Qué pasa?

—La prueba... la dejé en el baño. Si mis padres la ven...

En ese momento, escuché su voz.

—Hola, Rebeca. ¿Cómo estás?

Era Charles. Lo miré directo a los ojos.

—Hola, Charles. Necesito hablar contigo. Es urgente.

Rosa captó la tensión y se despidió.

Nos sentamos en una banca. Charles tomó mi mano.

—Te noto extraña. ¿Qué pasa?

No sabía cómo decirlo, pero tengo que ser fuerte.

—No sé cómo decir esto... Charles, esto va a cambiar nuestras vidas. Estoy embarazada. Lo dije sin mirarlo.

El silencio que siguió fue eterno. Me miró con asombro.

—¿Estás segura? A veces esas pruebas fallan.

—Por eso quería decírtelo. No quiero enfrentar esto sola.

—No te preocupes. Te llevaré al hospital para confirmar todo. Luego veremos qué hacer.

Asentí. Pero antes tenía que regresar a casa. Tenía que recuperar la prueba. Me levanté y en ese momento escuché la voz de mi padre:

—¡Rebeca!

Volteé. Allí estaban mis padres. Mi corazón se detuvo. Mi padre me tomó del brazo.

—¿Qué significa esto? ¡Así me pagas todo lo que he hecho por ti!

Las lágrimas comenzaron a brotar sin control. Sentía que el mundo se cerraba sobre mí. Mis compañeros miraban; algunos cuchicheaban. Charles dio un paso al frente.

—Señor Miller, por favor, cálmese. —Que me calme sabiendo que mi hija se ha entregado a un hombre aún sin casarse.

Mi padre lo miró con rabia.

—Yo me haré responsable del bebé. Señor Miller

Mi padre lo miró con rabia y luego dijo:

—Así que tú eres el responsable de esto. Entonces te casarás con mi hija. ¡Eso es lo que harás!

Miré a Charles. Su rostro había cambiado. Se había vuelto frío, inexpresivo.

—Está bien. Me casaré con ella. Pero deje de hacer el ridículo. Así no se solucionan las cosas.

Mi madre se acercó y me abrazó. Yo sollozaba.

—Papá... yo no quiero casarme. ¡No quiero!

—Eso no lo decides tú. Ya tomaste una decisión, ahora te haces responsable.

Se dio la vuelta y comenzó a marcharse. Charles seguía allí, inmóvil, sin mirarme. Su frialdad me desgarró.

Nos subimos al auto. Mi padre tenía una gran sonrisa.

—No sabes lo feliz que estoy al saber que el padre de tu hijo es ese muchacho. Nos has salvado, hija.

—¿Salvar de qué, papá?

Mi madre me tomó la mano con ternura.

—Hija... tu padre está en quiebra. La empresa está perdida.

No pude contenerme. Rompí en llanto mientras el auto se alejaba, llevándome no solo de la universidad, sino de la vida que conocía.

Nada volvería a ser igual.

Después del escándalo que mi padre provocó en la universidad, logró lo que tanto deseaba: casarme con Charles. Y aquí estoy, vestida de blanco, caminando del brazo de mi padre hacia el altar. Su rostro irradia una sonrisa tan amplia como el éxito que cree haber conseguido. Para él, esta boda representa una salvación económica, un triunfo social, una jugada perfecta.

Para mí… era todo lo contrario.

Yo sabía la verdad. Charles no me amaba. Nunca lo hizo. Yo era su amiga, su confidente. La chica que siempre estuvo ahí para escucharlo hablar de Amelia, su verdadero amor. Desde el primer día que lo vi en la universidad, supe que estaba perdida. Siempre buscaba la forma de estar cerca de él, de que me notara, de que supiera que yo existía. Hasta que un día, el novio de Rosa —mi mejor amiga— nos presentó. Desde entonces, Charles se acercaba a mí… pero solo para hablarme de ella.

Nunca me importó ser solo su amiga. Mentira. Sí me importaba. Me dolía. Pero prefería tenerlo cerca, aunque fuera así, a no tenerlo en absoluto.

Y ahora… aquí estaba. En el altar. Frente a él. Viendo su mirada fría, como hielo. Esa parte de Charles no la conocía hasta que mi padre lo obligó a casarse conmigo. Bueno, mi padre y también los suyos. Los Schmidt no podían permitir un escándalo que manchara su reputación, mucho menos con la herencia de una empresa tan respetada en juego. Charles era el heredero. Y ahora, yo era su esposa. Al menos, ante el mundo.

Mi padre lo miró con firmeza mientras me entregaba.

—Espero que hagas feliz a mi hija. Ella se merece que la trates bien.

Charles solo asintió. Luego tomó mi mano con una firmeza mecánica, me miró a los ojos y murmuró con frialdad:

—Te prometo todo mi mundo, Rebeca Miller… pero nunca obtendrás mi corazón.

Sentí cómo esas palabras me atravesaban el alma como un puñal. Bajé la mirada y respiré hondo, obligándome a no llorar. No aquí. No ahora. Arruinaría mi maquillaje… lo único que disimulaba la tristeza en mi rostro. Como un payaso. Un triste payaso disfrazado de felicidad frente al mundo.

Nos colocamos frente al sacerdote. Su voz resonó por toda la iglesia con solemnidad:

—Queridos hermanos y hermanas, nos encontramos hoy reunidos en este lugar sagrado para presenciar y bendecir la unión de Charles Schmidt y Rebeca Miller en santo matrimonio, un sacramento que es reflejo del amor eterno de Dios por su pueblo.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Amor eterno? Qué ironía.

—El matrimonio no es simplemente un contrato humano, sino una alianza sagrada instituida por Dios. En el libro del Génesis leemos: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán una sola carne."

Yo quería un matrimonio así. Uno verdadero. Uno en el que el amor fuera el cimiento… no la obligación ni el chantaje.

—Desde el principio, Dios quiso que el amor entre un hombre y una mujer fuera señal viva de su amor, fiel y fecundo. Charles Schmidt, Rebeca Miller, ustedes han elegido caminar juntos por el sendero del amor, del respeto y de la entrega mutua. Hoy se prometen fidelidad en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, todos los días de sus vidas.

¿Elegido? ¿Eso creyó el sacerdote? Qué equivocado estaba.

—Este compromiso no es sólo entre ustedes dos. Hoy lo hacen también ante Dios, quien será el centro y el fundamento de su vida matrimonial. Que nunca falte en su hogar la oración, el diálogo, el perdón y el deseo constante de crecer juntos.

Una parte de mí deseaba que todo eso pudiera ser verdad. Que algún día Charles pudiera mirarme con amor. Que todo lo que empezó mal, se corrigiera con el tiempo.

—Les invito ahora a unir sus manos, a mirarse con amor y a responder sinceramente a las preguntas que les haré, como signo de su libre voluntad para casarse.

Tomé su mano. Estaba fría, tensa. Lo miré a los ojos. Él evitó mi mirada.

—Charles Schmidt, ¿aceptas a Rebeca Miller como tu legítima esposa, para amarla y respetarla todos los días de tu vida?

—Sí —respondió sin titubear, pero sin emoción.

—Rebeca Miller, ¿aceptas a Charles Schmidt como tu legítimo esposo, para amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

Mi voz tembló. Una lágrima amenazó con salir, pero logré contenerla.

—Sí —dije.

El sacerdote sonrió satisfecho, como si acabara de presenciar un acto sagrado. No sabía que en realidad estaba bendiciendo una mentira… o al menos, una verdad incompleta.

Después de la ceremonia, las fotos, los abrazos y las felicitaciones vacías, llegó el momento del vals. Charles me tomó de la cintura. Su contacto me estremeció. No porque fuera romántico, sino porque era lejano. Frío. Como si estuviera bailando con una estatua.

—Gracias por no hacer una escena —murmuró él.

—No lo haría… No quiero avergonzar más a mis padres —respondí.

El vals terminó. Aplaudieron. Sonreí. Sonreí tanto que dolía.

Después, subimos al auto que nos llevaría al hotel donde pasaríamos nuestra "noche de bodas". No hablamos. Solo mirábamos por la ventana. Cada uno perdido en sus pensamientos. Él en Amelia, seguramente. Yo… en lo que acababa de hacer con mi vida.

Al llegar, Charles fue el primero en entrar a la habitación. Se quitó la chaqueta y se sentó en un sillón.

—Quítate el vestido —dijo con voz seca.

Me congelé por un instante. Tragué saliva, mis manos temblaban. Ese no era el tono con el que una mujer imagina que su esposo le pedirá que se desnude en su noche de bodas. No había ternura, ni emoción. Solo órdenes.

Empecé a soltar los botones del vestido de encaje que tanto me había emocionado usar. Cada botón que caía era como un golpe al corazón. No por pudor, sino por desilusión. Cuando el vestido resbaló por mis hombros y cayó al suelo, levanté la vista. Charles se estaba quitando la camisa con la misma frialdad. Luego se desabrochó el cinturón y bajó la cremallera de su pantalón.

—Acércate —dijo sin emoción, sin deseo real. Como si simplemente estuviera cumpliendo un deber, como si yo fuera parte del contrato.

Obedecí. Me acerqué con el corazón desbocado, no por pasión, sino por miedo. Miedo a lo que estaba por pasar, miedo a lo que significaba estar con alguien que no me amaba. Y aún así, yo lo amaba. A pesar de todo.

Su mirada era como hielo. Fría. Inaccesible.

Yo deseaba una caricia, una palabra dulce, un gesto que me hiciera sentir que, tal vez, había esperanza para nosotros.

Pero no fue así.

—Arrodíllate —ordenó, sin una pizca de dulzura en su voz. —. Y tómalo entre tus manos y hazlo bien. Me dijo, mirándome a los ojos.

Mis piernas flaquearon. No sabía si lo hacía por obediencia, por amor o por resignación. Me arrodillé. No por deseo, sino por necesidad de no decepcionarlo… de no romperme del todo esa noche.

Él me miró como si yo no fuera una mujer, sino un objeto más de su vida acomodada. No había fuego entre nosotros, solo cenizas de algo que nunca llegó a encenderse.

Y ahí, en la que debía ser nuestra noche de bodas, entendí que esa no era una unión de amor. Era una transacción. Una cárcel. Una sentencia.

Así comenzó mi matrimonio con Charles Schmidt. Con un vestido blanco… y un corazón roto.

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