Rebeca Miller
Estaba sentada en la sala, mirando a mis trillizos jugar. Sus risas llenaban la casa, pero mi corazón estaba en silencio, como si presintiera la tormenta que se acercaba. El celular vibró sobre la mesa. Era Rosa, mi mejor amiga.
—¡Hola, Rosa! —Contesté con una sonrisa ligera.
—Rebeca... no sé cómo decirte esto, pero tienes que ver este video. Está rodando por todas las redes.
Sentí un nudo en el estómago.
—Está bien. Envíamelo. Lo veré y te llamo luego.
Colgué la llamada con un presentimiento oscuro. Al abrir el mensaje, el vídeo comenzó de inmediato. En él, Charles salía de su empresa... con Amelia y un niño. Los tres iban tomados de la mano, como una familia perfecta. Ella sonreía, él no se veía molesto... y el niño, con una sonrisa tan parecida a la de Charles, jugaba con naturalidad.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Las lágrimas comenzaron a caer, imparables. Esa imagen... era la estampa de lo que yo siempre quise ser para él, pero nunca fui.
—Este es el momento —susurré.
El teléfono sonó nuevo. Esta vez era don Augusto, mi sueño. Conteste de una vez,
—Hija. No hagas caso a lo que dicen en redes. Todo se va a aclarar.
Suspiré profundamente.
—Don Augusto... se que esto también es duro para usted, pero ya no hay nada que aclarar. Charles no ha dejado de amar a Amelia. Yo sólo he sido un estorbo en su vida.
Hubo silencio. Y yo continuo:
—Le pido su ayuda. Hoy mismo quiero pedirle a Charles el divorcio. Pero necesito su apoyo. Es la única forma de que él acepte.
—¡Está bien, hija! Te voy a ayudar.
Sonreí con amargura.
—Iraré a su casa con los papeles del divorcio.
—¿Qué? ¡¿Ya tenías los papeles listos?!
Asentí, aunque él no podía verme.
—Sí, don Augusto. Es duro decirlo, pero hace tiempo supe que él nunca me amó. Sólo se casó conmigo por obligación. Mi error fue permitirlo.
—Esta bien te espero en casa, hija.
Colgué. Me limpié el rostro. Besé a mis hijos en la frente, uno por uno, y les sonreí como si nada pasara. Las niñeras me observaron con extrañeza.
—Cuídenlos bien. Ya vuelvo.
Salí decidida. Al llegar a la mansión Schmidt, don Augusto ya me esperaba en el jardín. Su semblante serio me hizo contener las lágrimas que aún luchaban por salirme acercar el me hizo una seña para que me sentara me sente a su lado había una jarra con agua así que tome un poco para calmar mis nervios.
— ¿Estás seguro de esto? —pregunté.
—Más que nunca.
Él avanzó lentamente y dijo:
—Rebeca, quiero que sepas que te veo como una hija. Nunca aceptaré a esa mujer en mi casa.
Tomé su mano.
—Gracias, pero su hijo merece ser feliz. Aunque no seas conmigo.
—Está equivocado, hija. Sólo necesita tiempo.
Lo miré con firmeza.
—Yo ya perdí todas mis esperanzas. No quiero seguir sufriendo.
Don augusto me miro con tristeza y dijo.
—Ya lo llamé. Le dije que era urgente. Viene en camino.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Y entonces lo vi. El auto negro de Charles apareció frente a nosotros. Bajó, impecable como siempre, con su rostro sereno... hasta que bajó también el niño. Y detrás de él, Amelia.
Sentí que mi cuerpo se paralizaba. Quise salir corriendo, desaparecer. Pero don Augusto me sujetó del brazo.
Charles se acercó, sin decir nada. Me miró, y yo bajé la mirada.
— ¿Qué significa esto? —preguntó Augusto con frialdad.
Charles tomó un sobre de su bolsillo.
—Es un examen de paternidad. Es mi hijo.
Don Augusto cerró los ojos por un momento. Luego ascendió.
—Está bien. Es bienvenido. Pero esa mujer no.
Extendió hacia él un fajo de papeles. Charles los tomó.
—¿Y esto?
—El divorcio. Rebeca quiere el divorcio.
Charles me miró. Frío. Distante. Mis piernas temblaron.
—¿Eso es lo que quieres?
Respira hondo.
—Sí. Quiero ser libre.
Él frunció el ceño, apretó los puños, y luego, sin decir nada, se acercó a la mesa del jardín y firmó.
—Pero de mí no obtendrás ni un solo centavo.
Lo miré.
—No me hace falta.
Él sonrió con burla.
—Eso lo veremos.
Se marchó, tomando al niño entre sus brazos. Amelia lo siguió. Los vi subir al coche, como una familia feliz. Y yo... me quedé allí, con el alma hecha pedazos.
Casi me desplomo. Don Augusto me sostuvió.
—¿Estás bien, hija?
—Sí... sólo un poco mareada.
—Estás muy pálida. Deberías ir al médico.
Negué con la cabeza.
—Estoy bien. Sólo necesito cerrar este capítulo.
Tomé los papeles del divorcio, pero él me los quitó.
—Yo me encargaré de disolver este matrimonio. No te preocupes.
Le sonreí débilmente.
—Gracias, don Augusto.
—No te olvides de este viejo, hija.
Lo abracé con fuerza.
—Sabe que lo quiero, ¿verdad?
—Sí, te amo, hija.
Me alejé de la mansión, con el alma en ruinas, pero el corazón decidido. Era libre. Por fin. Libre para reconstruirme... aunque no sabía por dónde empezar.