La mañana se levantó con un cielo despejado, de un azul tan intenso que parecía una promesa de paz, aunque yo sabía que lo que nos esperaba podía ser una tormenta. Charles y yo nos levantamos antes de que el sol terminara de despuntar. Nos vestimos en silencio, compartiendo esa complicidad tensa de dos soldados que se preparan para una misión de rescate. No íbamos a una guerra con armas, sino a una batalla por el corazón de un niño.
El trayecto hacia la mansión Schmidt fue breve. Charles conducía con los nudillos blancos sobre el volante, y yo, a su lado, le acariciaba el brazo de vez en cuando, recordándole sin palabras que no estaba solo. Íbamos por Andrés. Íbamos a traerlo a casa, a nuestro hogar, donde sus hermanos y una vida real lo esperaban.
Al llegar, la mansión se alzaba imponente y silenciosa. Entramos al comedor principal, donde el aroma a café recién hecho y pan tostado llenaba el aire. Allí estaban: Don Augusto, sentado a la cabecera con su habitual porte aristocrático, y