Capítulo 144 — Rebeca Miller
El reloj de la sala de espera marca las tres de la tarde, y cada segundo que pasa me pesa como una piedra. Estoy sentada en una de esas sillas frías, metálicas, que parecen diseñadas para poner a prueba la paciencia y los nervios. Frente a mí, las luces blancas del pasillo parpadean de vez en cuando, como si también se cansaran de tanto dolor acumulado.
A lo lejos se escuchan pasos apurados, órdenes médicas, el sonido de camillas avanzando, llantos, murmullos… Es el caos normal de un hospital, pero para mí, cada grito, cada llanto, es una punzada que me recuerda que Charles está allá dentro, entre la vida y la incertidumbre.
Respiro profundo y me froto las manos. Las tengo frías, húmedas, temblorosas. Intento calmarme, pero no puedo. Desde que llegamos con la ambulancia, todo ha sido una carrera contra el miedo. Carmen se quedó con los niños, y mi madre salió con Don Augusto a buscar café hace más de media hora.
“¿Por qué se tardan tanto?”, pienso, mirando