— Amelia
El avión sigue su rumbo hacia Italia; el zumbido de los motores marca el latido acompasado de mi impaciencia. Me recuesto contra el asiento de cuero y dejo que la copa de vino caliente la mano que no sostiene el teléfono. Pienso en mi hijo, en la oportunidad que tengo cara a cara con la distancia: el mundo se mueve debajo de nosotros, pero yo soy la que ahora dicta los hilos.
Marco el número que me confirmaron que funcionaba en la mansión. La línea suena: uno, dos, tres… y entonces alguien contesta con voz atenta, pulida, el tono de quien está tras un mostrador invisible.
—Aló —dice la voz—. Buenos días, mansión Schmidt, ¿en qué puedo ayudar?
—Buenos días —respondo con esa amabilidad calculada que desarma—. Soy Amelia, la madre de Andrés. Quisiera hablar con él un momento, por favor.
Se siente un microsegundo de protocolo: la voz titubea, mira quién está disponible, busca en la rutina. Después contesta con respeto.
—Un momento, señora. Déjeme ver si el pequeño está despierto