— Amelia
El silencio del apartamento era sofocante. Caminaba de un lado a otro, con una copa de vino en la mano, intentando controlar el temblor que se apoderaba de mis dedos. Habían pasado horas desde la última llamada y ese maldito teléfono seguía sin sonar.
El reloj marcaba casi la medianoche, y el aire se sentía pesado, denso… como si la desgracia estuviera a punto de golpear la puerta.
Me detuve frente a la ventana. La ciudad se extendía allá abajo, llena de luces, de ruido, de vidas que seguían su curso sin saber que la mía pendía de un hilo.
—¿Por qué no llama? —murmuré, apretando con fuerza la copa.
El cristal tintineó, el vino tembló y, antes de pensarlo, me lo bebí de un solo trago. El líquido bajó ardiendo por mi garganta. No me ayudó. Sentí el pulso acelerarse, los nervios treparme por la piel.
—Tranquila, Amelia… tranquila —me dije—. Todo va a salir bien.
Pero no lo creía.
Las sombras en las paredes parecían observarme, burlarse de mí. La ansiedad me empujó hacia la habit