Charles Schmidt
Estoy en mi oficina, rodeado de papeles y carpetas. Las luces de la ciudad parpadean a través del enorme ventanal, pero ni siquiera esa vista logra arrancarme de la rutina. Firmo el último documento y lo dejó sobre el escritorio con un suspiro.
El teléfono vibra. Lo miro. Amelia .
Responda antes de contestar.
—Hola —respondo, segundo.
—Hola, amor —dice con esa dulzura que se me clava como una espina.
Aprieto el teléfono con fuerza. Odio cuando me llama así.
—Te he dicho que no me digas “amor” —le recordó, intentando mantener la calma.
—Ay, Charles, no seas así… —Estoy con tu hijo —insiste, como si eso justificara todo.
Cierro los ojos por un segundo, contando mentalmente hasta tres.
—¿Qué quieres, Amelia?
—Solo llamaba porque se acerca el cumpleaños de tu hijo y quiero saber dónde se va a celebrar.
Me llevo una mano al puente de la nariz, exasperado.
—Lo siento… lo olvidé.
—No te preocupes —responde, con una falsa dulzura que me irrita más—. Llamaré a tu padre. Seguro