Caminé bajo el sol de la mañana con un manojo de hojas de vida apretadas contra mi pecho. El calor comenzaba a calar en la piel, pero no me importaba. Mis pasos eran torpes, nerviosos, como si no supieran a dónde pertenecían. Había algo profundamente humillante en ese recorrido… como si por cada puerta a la que llamaba, dejara un trocito más de mi dignidad al recibir la misma respuesta:
—Lo sentimos… pero no cumple con el perfil.
Una vez, dos veces, tres… Perdí la cuenta. Algunos eran amables. Otros ni siquiera se tomaron el tiempo de mirarme a los ojos. Y cuando alguien por fin me ofreció una sonrisa compasiva, lo sentí peor que el rechazo. Me estaba ahogando y no sabía nadar.
Regresé a la cabaña sin ganas de seguir finciendo que estaba bien. En cuanto abrí la puerta, escuché las risas de mis hijos y sentí que algo dentro de mí se aflojaba. Carmen estaba sentada en la alfombra, con los tres rodeándola, jugando con bloques de colores.
-¡Mamá! —gritaron al unísono en cuanto me vieron.