Las niñas ya estaban allí. Diez pequeñas en fila, de distintas edades y niveles, con leotardos rosados, moños desordenados y caritas expectantes. Algunas me sonrieron al verme entrar. Otras, más nuevas, me miraron con timidez. Me quité la blusa blanca que cubría mi conjunto de danza: un enterizo negro cómodo, sin mangas, que me permitía moverme con facilidad.
Me paré al frente, tomé el control remoto del equipo de sonido y habló con voz firme pero amable:
—Muy bien, señoritas… acomódense en sus lugares. Las quiero alineadas, espalda recta, pies juntos y brazos a los costados. ¡Vamos!
Las niñas se movieron con rapidez, algunas con gracia, otras aún torpes, pero con entusiasmo. Las dos nuevas se vieron un poco perdidas.
—Ustedes dos… —les dije con una sonrisa leve—, vengan al frente. No se preocupen si no saben los pasos. Hoy solo quiero ver cómo se mueven, ¿de acuerdo?
Asintieron, nerviosos.
Pulsa la música. Era una melodía suave, clásica, con un ritmo marcado y limpio. Me coloqué en e