El sol aún no había salido por completo cuando me desperté. Había un silencio sereno en la cabaña, solo interrumpido por la respiración pausada de mis hijos que dormían profundamente junto a mí. Me levanté con cuidado, procurando no despertarlos. Caminé descalza por el suelo de madera crujiente y llegué hasta la cocina, guiada por un olor familiar.
Café recién hecho.
—Buenos días, Carmen —susurré con una sonrisa, frotándome los brazos por el aire fresco de la mañana.
Ella, de espaldas a mí, se giró lentamente con una taza humeante en las manos. Al verme, sonrió también… pero algo en sus ojos titubeó.
—Buenos días, señora Schmidt —respondió, y al instante se mordió los labios—. Ay, disculpe… se me olvidó que ya no…
Le quité importancia con un gesto amable y tomé la taza.
—No te preocupes, Carmen. Ya no soy la señora Schmidt, y no me molesta oírlo. Pero… puedes decirme solo Rebeca. Creo que ya es hora de volver a ser yo.
Nos quedamos en silencio unos segundos. El vapor del café me acari