Charles seguía observando la flor destrozada bajo mi zapato. Sus labios se curvaron apenas, como si estuviera a punto de decir algo… pero no se atrevía. Tal vez porque sabía que cualquier palabra sería insuficiente. O tal vez porque, por primera vez, comprendió lo que había hecho.
El silencio entre nosotros se volvió denso, incómodo, pero yo no lo rompí.
Entonces sentí otra presencia detrás de él. Firme. Respetuosa.
—Rebeca… —La voz de don Augusto me rodeó con ese tono paternal que tantas veces quise sentir como propio—. Hija, no era mi intención perturbar este momento, pero… necesito hablar contigo. Sé que este no es el lugar, pero hay cosas que deben decirse, aunque duelan.
Respire hondo y asentí, sin apartar la vista de Charles.
—Lo sé, don Augusto. Y cuando sea el momento… estará lista.
Él me miró por unos segundos, con los ojos húmedos de algo más que tristeza. Tal vez culpa. Tal vez añoranza.
Se giró y caminó hacia mi madre, que lo esperaba con la misma elegancia imperturbable d