Capítulo 12

Lo primero fue cambiarse la blusa manchada de café… y ahora también de vómito.

Isabella se miró al espejo del baño con gesto cansado. Tenía el rostro pálido, los labios secos y los ojos ligeramente hundidos. Se lavó la cara con agua fría, respiró hondo varias veces y evitó mirarse demasiado tiempo. No quería ver reflejada a la mujer que sentía que se estaba rompiendo por dentro.

Una hora después, con su celular casi obsoleto en la mano, un bolso tejido que su madre le había hecho años atrás y un vestido ligero —de esos que pronto no podría usar porque ya le quedaban ajustados al abdomen y sueltos en las piernas—, se soltó el cabello y lo sujetó en un costado con unas horquillas. No tenía sentido maquillarse demasiado. No había manera de disimular el agotamiento.

Se limitó a pintarse los labios con un rosa pálido y calzarse unas sandalias de tacón corrido. Estaba lista.

O al menos, lo suficientemente lista para enfrentarse a su hermana.

Porque había cosas que no podían seguir esperando.

Lo único que tenía claro era que Leo Peterson iba a encarcelar a su cuñado.

La idea le erizaba la piel.

Llegó a casa de Allegra casi una hora después, pasadas las tres de la tarde. El barrio era tranquilo, lleno de casas bajas, jardines bien cuidados y calles silenciosas. De esos lugares donde parecía que el tiempo pasaba más lento. Donde las vecinas probablemente compartían recetas, y los niños iban al colegio caminando.

—Termina con esto —se dijo en voz baja mientras presionaba el timbre.

Lo mejor era arrancar la venda de una vez, aunque doliera.

Cinco millones de euros no desaparecían de la noche a la mañana. Su cuñado debía tener el dinero en algún sitio. Se enfureció consigo misma por no haber escuchado más, por no haber hecho más preguntas cuando Leo habló del desfalco. Necesitaba información concreta, algo sólido que decirle a su hermana.

La puerta se abrió casi de inmediato.

—¡Isabella! —exclamó Allegra, abrazándola con fuerza antes siquiera de darle tiempo a reaccionar. Luego se apartó y la observó de pies a cabeza, con las manos aún sobre sus hombros—. Estás muy delgada. Demasiado. ¿No estás comiendo bien? Tienes que cuidarte, estás embarazada.

Hablaba rápido, sin filtro.

Eran muy parecidas físicamente: cabello negro, ojos grises, facciones suaves. Pero Allegra irradiaba algo que Isabella había perdido hacía meses: seguridad. Estabilidad. Paz.

Allegra no quedó embarazada del primer hombre que se le cruzó en la vida. No perdió la virginidad en un coche. No fue abandonada.

Entraron a la casa mientras Allegra seguía hablando de vitaminas, de subir de peso, de lo importante que era cuidarse. Isabella asentía, aunque apenas procesaba las palabras.

—Alle… —la detuvo al fin, tomando su mano. La mano donde brillaba el anillo de casada. El anillo que la unía a Ektor Thomásis.

Casi se arrepintió.

—¿Qué pasa? —preguntó Allegra, preocupada al notar el temblor en su voz.

Isabella sintió que las lágrimas amenazaban con salir. Entre las hormonas, el abandono de Richard, la presión constante y el miedo, sentía que en cualquier momento iba a colapsar.

—¿Sabes que te amo, verdad? —preguntó con dificultad.

Allegra abrió los ojos.

—¿Vas a dar al bebé en adopción? —dijo de golpe, llevándose una mano al pecho—. Oh, Isa… —la abrazó—. Sabía que lo pensarías mejor. No estás lista para ser madre todavía.

Isabella se apartó como si la hubiera empujado.

Instintivamente se llevó una mano al vientre.

—¡Pensé que me apoyabas! —gritó, herida—. Creí que eras la única que me entendía.

—Claro que te amo —respondió Allegra, intentando tocarla de nuevo—, pero no estás preparada. Mamá no te lo dijo bien, fue cruel, pero… tiene razón en algo.

—¿También tú? —susurró Isabella, devastada.

—No te digo que abortes, obviamente ya no se puede—aclaró—. Jamás te diría eso. Pero dar a tu hijo un futuro mejor también es amor. Y tú ahora mismo no puedes dárselo. Papá no va a ayudarte. No tienes estabilidad. ¿Crees que Lucy podrá tenerte ahí todo el embarazo?

Isabella sintió que algo se rompía dentro de ella.

Tomó su bolso y se dirigió a la puerta.

—Isa, espera —rogó Allegra—. No te vayas así.

Isabella se detuvo, respiró hondo y habló sin girarse.

—¿Sabes qué es lo peor? Vine hasta aquí para ayudarte. Vine a decirte que tu esposo está metido en algo muy grave. Vine porque te amo y porque quería evitarte lo que se viene.

Allegra guardó silencio.

—Ektor robó cinco millones de euros—continuó Isabella, con la voz quebrada—. Y el hombre al que robó no va a parar hasta verlo en la cárcel. Tú y Anton van a quedar en medio. Vine a buscar una solución. Pero ya no importa.

Se giró apenas.

—No me llames más. Para mí, hoy dejaste de ser mi hermana.

Salió sin esperar respuesta.

Caminó sin rumbo durante largo rato. No quería volver al apartamento de Lucy. Sabía que no podía quedarse allí para siempre. Era una carga. Ya se lo habían insinuado.

Cuando finalmente regresó, se dejó caer en la cama y se durmió de puro agotamiento.

Horas después, unos golpes en la puerta la despertaron.

Se levantó adormilada, con shorts y una camiseta de tirantes, y abrió creyendo que era Irene.

No lo era.

—Buenas noches, Isabella —dijo Leo Peterson, de pie frente a ella—. ¿Puedo pasar?

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