Mundo ficciónIniciar sesiónUna mujer debía tener claras ciertas cosas antes de confesar una traición.
No importaba si se trataba de un homicidio, una mentira, una infidelidad o un fraude millonario: el daño no estaba solo en el acto, sino en cómo se decía, cuándo se decía… y a quién.
Isabella Rich solo podía pensar en una cosa mientras el ascensor descendía:
había traicionado a Leo Peterson.No lo conocía. No sabía si era un hombre justo o despiadado. No sabía cuánto le había costado construir su empresa, ni qué tan implacable podía ser cuando alguien lo dañaba. No sabía si era bueno o cruel.
Pero sabía algo con una certeza incómoda.
Ese hombre no merecía que lo traicionaran.
Había entrado a la cafetería esa mañana como cualquier cliente más. Sin embargo, cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, Isabella sintió algo que no había sentido en meses: seguridad. Una calma rara, casi peligrosa. Y al mismo tiempo, nervios. Un temblor absurdo en el pecho. Como si volviera a ser una adolescente frente a su primer amor.
Eso era lo que más la inquietaba.
No había sentido nada así ni siquiera con Richard.
Cinco minutos con alguien no te permiten conocerlo. Ese había sido su error antes. Confiar. Idealizar. Entregar demasiado rápido. El resultado de aquel error ahora se movía dentro de su vientre, recordándole cada día que no podía permitirse volver a equivocarse.
Por eso, cuando salió del consultorio, pidió disculpas torpemente, evitó mirarlo a los ojos y le rogó al chofer que la llevara de inmediato al apartamento de Irene.
Huir fue lo único que su cuerpo supo hacer.
Durante todo el trayecto, Alex —el chofer— no dijo una sola palabra. Isabella temblaba. Tenía las manos pálidas, las venas marcadas, los labios mordidos hasta dolerle. Si no fuera por el leve peso de su abdomen, habría sentido que flotaba fuera de su propio cuerpo.
—Señorita —dijo el hombre justo cuando ella iba a bajar del coche.
Isabella se giró lentamente.
—No crea que no volverá a ver al señor Peterson —añadió con voz grave—. Lo conozco desde hace años. Y cuando algo se cruza en su camino… no suele desaparecer.
Ella no respondió. Asintió apenas, murmuró un agradecimiento y cerró la puerta.
El silencio del apartaestudio de Irene la golpeó de lleno.
Nada que ver con el ático de Leo. Nada de mármol, ni ventanales infinitos, ni lujo silencioso. Allí había muebles gastados, plantas mal cuidadas y olor a café viejo. Era su realidad. Y la aceptaba.
—Estamos solitos otra vez —murmuró, apoyando la mano sobre su vientre ya evidente—. Hoy fue un día raro, ¿verdad?
Hablarle a su bebé se había vuelto un reflejo. A los seis meses, sentía sus movimientos con claridad, y esa pequeña presencia era lo único que la mantenía de pie.
Sacó la imagen de la sonografía del bolso. La observó con una sonrisa temblorosa. Su hijo estaba bien. Eso era lo único bueno de todo aquel desastre.
Buscó su teléfono.
Llamó a su hermana.
—Hola, Isa —respondió Allegra al tercer timbre—. ¿Todo bien?
Isabella cerró los ojos.
—Hola.
—No me llamas así porque sí —dijo Allegra de inmediato—. ¿Qué pasó?
Siempre había sido así. Desde niñas, Allegra sabía cuando algo no estaba bien. Antes de que se casara. Antes de mudarse. Antes de Ektor.
—Nada… solo quería verte —mintió Isabella.
—Isa, no me mientas. Estoy escuchando tu respiración desde aquí.
Tragó saliva.
—¿Dónde trabaja Ektor?
Hubo un segundo de silencio.
—¿Por qué? —preguntó su hermana—. ¿Buscas trabajo? Puedo preguntarle. Entró hace unos meses y le va muy bien. El dueño de la empresa es bastante conocido, sale en revistas…
Isabella sintió que el estómago se le hundía.
Se dejó caer en el sofá de Irene, como si las piernas ya no pudieran sostenerla.
—¿Dónde trabaja, Allegra? —repitió, ahora con la voz rota.
—Isa… me estás asustando. Es una subdivisión de Peterson Group. Está en el área de mercadotecnia. Es una empresa enorme…
El mundo se le vino encima.
Cortó la llamada.
Corrió al baño y vomitó hasta que le dolió la garganta. Apoyó las manos en el lavamanos, respirando con dificultad. Pensó en su sobrino. En Allegra. En sus padres. En Leo.
Ektor Thomásis había robado a Leo Peterson.
Y Leo no iba a perdonarlo.
—Tengo que decirle… —susurró mirándose al espejo—. Tengo que advertirle.
Pero no sabía cómo.
¿Cómo le dices a la única persona que te apoyó que el hombre que ama va a caer?
¿Cómo proteges a tu familia sin destruir a un hombre que, en solo una hora, te demostró más humanidad que todos los demás juntos?Las manos le temblaban. Respiró hondo.
No estaba lista para esa conversación.
Pero el tiempo tampoco iba a esperarla.







