Capítulo 10

Carlota Peterson se casó con el padre de Leo cuando ambos eran apenas unos veinteañeros llenos de sueños. Al poco tiempo nació Leo, pero eso no detuvo a sus padres; trabajaron como locos, juntos, hasta construir un imperio tanto automotriz como de marketing.

Leo los admiraba profundamente. Venían de privilegios, sí, pero no se recostaron en ello. Se dejaron la piel para llegar a la cima, y él no quería ser quien arruinara todo.

Escuchó un ruido y se giró hacia la puerta que había dejado entreabierta cuando salió de la habitación donde había recostado a Isabella.

—Madre —dijo al ver a Carlota levantarse ligeramente desorientada desde la cama, tan delgada que casi desaparecía entre las sábanas blancas del dosel—. Tengo que irme.

—No me cuelgues, Leo Alexander.

—Tengo algo importante que resolver. Te llamo luego.

—Media hora, Leo. Media hora, ¿me oyes? Tenemos demasiado de qué hablar —su madre hizo una pausa—. Tu padre tomó una decisión muy importante con respecto a…

—¿A qué, madre? —Un mal presentimiento le recorrió la espalda.

—Llámame en media hora y coordinamos un almuerzo esta semana.

Σε αγαπώ, μαμά. Αντίο. (Te amo, mamá. Adiós.)

Guardó el móvil en el bolsillo derecho del pantalón. Se había cambiado la camisa manchada de café hacía unos minutos y la tiró al zafacón sin pensarlo. No tenía paciencia para salvar una prenda cualquiera.

—Despertaste —le dijo al verla incorporarse.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella, sobresaltada.

—En mi departamento.

Leo observó cómo Isabella abría los ojos y la boca al mismo tiempo, como una caricatura. Empezó a hablar, pero no terminó; reconoció por la expresión en su rostro el momento exacto en que los recuerdos le volvieron.

—Después de que te desmayaste, llamé al Dr. Thanos. Dijo que a veces ocurre en tu estado, sobre todo si no estás comiendo bien.

—Yo como —refutó ella, poniéndose de pie.

Apenas su pie tocó el piso, Leo la vio perder el equilibrio en cámara lenta. Corrió y la sostuvo antes de que se golpeara.

—Sí, se nota que comes excelente —soltó con ironía.

—No me conoces —le espetó ella—. Suéltame. Debo irme. No debiste traerme aquí.

—No voy a dejarte ir así como así. Estás débil. No tienes a nadie que te obligue a comer. Así que primero desayunas conmigo y luego, si todavía quieres irte, te vas.

—No sabes nada de mí, Leo. Gracias por el ofrecimiento, pero lo rechazo. No será un «Luego me voy». Será un «Me largo ahora». —Se soltó de él de inmediato.

Por un instante, se quedaron mirándose. Leo sintió el frío que dejó en su cuerpo al alejarse.

—¡Ay, Dios! —chilló ella de pronto.

Leo dio un salto.

—¿Qué pasa? ¿El bebé está bien? —Se acercó con los brazos extendidos, preparado para sujetarla.

Ella retrocedió, con lágrimas que empezaban a acumularse en sus ojos grises. Parecía tan vulnerable que Leo sintió una punzada en el pecho.

—Isabella, por favor dime qué sucede —casi rogó—. No voy a hacerte nada. No te traje aquí con malas intenciones. No sabía dónde vivías, y no iba a dejarte tirada en un hospital mientras estabas desmayada.

Nunca en su vida había actuado de manera tan desinteresada.

Sus guardaespaldas casi se desmayaron al verlo llegar a su ático con una mujer inconsciente en brazos. Clark lo ayudó a bajarla del carro sin golpearla; el Dr. Thanos recomendó descanso e hidratación. Leo, que había escuchado que Isabella no tenía dinero, sintió que lo mínimo era asegurarse de que no estuviera sola.

Ella ni siquiera le pidió ayuda.

No había pedido nada.

—Lo siento —murmuró ella, sin mirarlo. Bajó la cabeza, pasó a su lado y se apresuró a salir—. Necesito irme.

Leo la siguió por el pasillo. Sus pasos largos la alcanzaban con facilidad. Se pasó la mano por el cabello, inquieto. ¿Qué demonios había desencadenado ese cambio tan repentino en ella?

Había mucho que él no entendía sobre Isabella:

su embarazo de seis meses, lo poco que se le notaba, su falta de apoyo familiar, la ausencia total del padre del bebé, su obstinación…

Era un rompecabezas sin terminar.

—Lo siento —repitió ella cuando llegó a la cocina.

Leo apoyó las manos en la mesa de granito.

—No entiendo por qué te disculpas. No hiciste nada malo. Discúlpame tú por traerte aquí. No pensé que te pondrías así.

Ella se sonrojó, evitando su mirada. Algo le ocultaba.

Las alarmas internas se volvieron a prender.

Y esta vez, Leo decidió escucharlas.

—Debo irme —repitió ella.

Él no la detuvo.

—Te indico la puerta —dijo, caminando hacia la salida. Sabía que ella lo seguía, casi corriendo.

—Clark te llevará a donde quieras. Está abajo, en el parqueo.

Ella se detuvo frente a él, con esos ojos grises al borde de las lágrimas. Leo quiso abrazarla… pero no podía. No debía. No sabía quién demonios era ella.

Solo era una mujer embarazada a la que ayudó por impulso.

—Gracias, Leo —susurró ella, roja hasta las orejas, antes de entrar al ascensor.

Cuando las puertas se cerraron, él supo —con esa certeza animal que nunca fallaba— que volvería a verla.

Excepto que, claro, sí había fallado una vez:

cuando confió en Elena, y ella lo engañó.

Por eso no podía permitir que otra mujer desordenara su vida.

Mucho menos una de esas que parecían inofensivas.

Esas eran las verdaderamente peligrosas.


Dos horas después, Leo almorzaba con su madre en un restaurante en pleno Manhattan. Carlota, como siempre, iba impecable: vestido verde oliva, tacones beige, perlas, y ese cabello rubio platino siempre perfectamente peinado, justo por encima de los hombros.

—¿Cómo perdiste tanto dinero? —lo atacó ella en cuanto sirvieron el café.

Carlota nunca daba rodeos.

—Un empleado lo hizo —respondió Leo con calma forzada.

—Obviamente lo hizo un empleado, Leo. Quiero saber cómo permitiste que pasara. ¿Dónde estabas? —La acusación era evidente.

—Tengo su nombre. Voy a hundirlo. Pagará con años de cárcel.

—¿Cárcel? ¿Crees que eso recuperará cinco millones de euros? Hay más gente detrás de esto. Y agradece que aún no se lo dije a tu padre. Está en Austria revisando propiedades. Vuelve en una semana. Dime qué pretendes hacer —sonó como cuando él tenía cinco años.

—¿Qué quieres que haga, madre? ¿Una cacería de brujas? ¿Quemarlo en una hoguera?

Carlota lo miró horrorizada.

—Estás tomando esto como un chiste. No sabes los planes que tiene tu padre para ti… y temo que ahora le daré la razón.

—¿Qué planes? ¿A caso olvidan que tengo veintinueve? En meses cumplo treinta. Voy a recibir la herencia del abuelo, no es que…

—¿Qué, Leo? ¿Qué me dices? ¿Piensas largarte con la herencia? ¿Hundiste a tu padre, que es diabético? ¡Lo vas a destruir si dejas la compañía! —le levantó la voz por primera vez en su vida.

Leo quedó helado.

—No dije que me iría, dije que…

—Te entendí perfectamente —interrumpió ella, dejando su espresso vacío—. Y espero que tú entiendas por qué tu padre hace lo que hace. No lo odies.

Leo entrecerró los ojos.

—¿Qué hizo?

Carlota se quitó el anillo de matrimonio y lo giró nerviosa.

—Debes casarte. Es la condición para seguir al mando de Peterson Enterprise. Y debes hacerlo en seis meses. Si no, quedas fuera… y sin la herencia de tu abuelo.

Leo sintió que la sangre le hervía.

—¡Esto es una locura! ¡Estamos en el 2025! ¡Padre no puede obligarme a casarme!

—Leo, siéntate. Estás llamando la atención.

—Lo siento, madre —dijo él, arreglándose el traje con una calma que no tenía—. Tengo cosas más importantes que hacer que cumplir con caprichos ridículos. Dile a mi padre que puede meterse su propuesta por donde no entra el sol.

Y se marchó, dejando a Carlota petrificada, los ojos empañados.

—Señor —dijo Clark cuando él llegó al carro—, ¿a dónde vamos?

—Solo conduce.

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