Volverla a ver

La tarde caía, una tarde helada, tiñendo el cielo de un rojo profundo que parecía anunciar una tormenta. La mansión, de arquitectura señorial y muros cubiertos de hiedra, se alzaba silenciosa entre su alrededor.

Las fuentes del jardín ya no murmuraban, como si incluso el agua contuviera la respiración. El silencio fue interrumpido por el chirrido de las grandes puertas de hierro.

Giuseppe cruzó el umbral, jadeando apenas por la caminata apresurada desde el pueblo. Su rostro curtido por los años y la lealtad, lucía tenso, sus ojos oscuros se movían con ansiedad. Apenas puso un pie dentro, se detuvo en seco.

Allí, en el gran vestíbulo, estaban ellos.

Dante estaba de pie junto al ventanal, su silueta recortada contra la luz del crepúsculo, con las manos cruzadas tras la espalda y la mandíbula tensa. A su derecha, Alonzo, más sombrío, apoyado contra una columna, con una expresión tan tensa como peligrosa. El aire entre ambos parecía cargado de pólvora.

Giuseppe palideció.

—Señor Dante...
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