La noche había caído como un manto espeso sobre Sicilia.
Las calles, húmedas por una reciente llovizna, reflejaban los faroles como espejos rotos.
En la vieja mansión de Dante la tensión era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo.
Dante estaba de pie junto a la enorme mesa de roble del despacho, rodeado por mapas, fotografías e informes desordenados.
Alonzo, más serio de lo habitual, revisaba su teléfono mientras recibía actualizaciones de los hombres desplegados en toda la ciudad.
Un grupo de diez, doce leales se movían como sombras entre los clubes, los muelles y los callejones olvidados de Sicilia, buscando cualquier rastro de Aurora.
Dante se pasó una mano por el cabello, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado.
Su mandíbula estaba apretada, y sus ojos oscuros brillaban con una mezcla peligrosa de rabia y desesperación.
—¿Nada aún? —preguntó, su voz ronca, cargada de una amenaza latente.
Alonzo negó con la cabeza, su gesto endurecido por la frustración.
—Re