La mansión de Dante se alzaba imponente bajo la tenue luz de la tarde, como un santuario de calma tras la tormenta que había arrasado con sus muros no mucho tiempo atrás. Adentro, la atmósfera era casi irreal, una mezcla de alivio y cautela que se palpaba en el aire mientras Aurora y Bianca se abrazaban con una intensidad que solo las cicatrices profundas podían justificar.
Aurora sostuvo a Luca en sus brazos, con la ternura de una madre que había pasado por el infierno para proteger a su hijo.
Alonzo, recostado en un sillón cercano, observaba la escena con una mezcla de alivio y melancolía. Su mirada recorría el pequeño grupo: Aurora, con el cabello ligeramente despeinado y la expresión serena pero cansada; Bianca, que no dejaba de acariciar la espalda de Aurora mientras susurraba palabras reconfortantes; y Luca, el centro de todo, cuyo pequeño pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración, el símbolo más puro de esperanza y vida que podían tener ahora.
Un carraspeo súbito rompió