Dante observó el infierno que había dejado atrás. Apretó los dientes. Sabía que esa casa ardería en llamas. Que los recuerdos ahí jamás volverían. Pero lo más importante era que ella estaba viva.
Y ahora sí… podía llevársela a casa.
A salvo.
Una vez más Dante la abrazo con fuerza, con desesperación, como si temiera que al soltarla volviera a perderla. El eco de los disparos aún resonaba en las paredes, pero en su mundo sólo existía Aurora entre sus brazos. Sin embargo, de pronto su cuerpo se tensó, sus manos se aflojaron lentamente y su rostro se endureció con una repentina conciencia.
La apartó apenas unos centímetros, mirándola directo a los ojos, con una voz grave y decidida.
—Tenemos que buscar al maldito de Antonio. No podemos dejar que escape. No hasta que pague por todo lo que te hizo.
Aurora esbozó una sonrisa pequeña, pero no de burla, sino de certeza, de algo mucho más profundo. Acarició suavemente el rostro de Dante y sostuvo su mirada con una calma que lo dejó sin aliento