Lo siento señor

Antonio se mantuvo en pie en medio del gran vestíbulo, rodeado por las sombras de la mansión y por sus hombres, que esperaban atentos a su señal. Su rostro era una máscara de calma oscura, el ceño fruncido, los labios apretados. Frente a él, Aurora, despeinada, con las muñecas enrojecidas por la fricción de las cuerdas, lo observaba con una mezcla de temor y rabia contenida.

Sin apartar la mirada de ella, Antonio alzó una mano e hizo un leve ademán con los dedos. La señal era clara.

—Llévenla a una de las habitaciones. —dijo con voz firme, implacable.

Aurora dio un paso atrás, resistiéndose.

—No —murmuró, con voz quebrada, pero decidida—. No pienso ir a ningún lado con ustedes.

El hombre que se acercaba a sujetarla se detuvo apenas un instante, esperando una orden más clara.

Antonio entrecerró los ojos y caminó lentamente hacia ella. Se detuvo a escasos centímetros, con la sombra de su figura proyectándose sobre el rostro de ella. La miró desde lo alto, con un desprecio helado.

—Será
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