Antonio bajó de la camioneta con un movimiento lento, pero firme. El viento helado de la tarde le revolvió el cabello y le hizo entrecerrar los ojos. Se detuvo un segundo, como para asegurarse de que todo a su alrededor seguía en orden. Luego, con pasos decididos, rodeó el vehículo hasta llegar al asiento del copiloto. Abrió la puerta con suavidad, como si temiera que cualquier gesto brusco pudiera romper algo frágil.
Aurora estaba sentada con las manos entrelazadas sobre su regazo. Su rostro estaba pálido, y los ojos, enrojecidos por el llanto, se negaban a mirar al hombre que se inclinaba ahora hacia ella.
—Ven —le dijo Antonio, extendiendo una mano—. Ya estás a salvo, Aurora. Todo terminó. Muy pronto tendremos tiempo para hablar de todo… incluso de lo que pasó con Dante.
Su voz tenía una calidez cuidadosamente medida, como si cada palabra fuera elegida con delicadeza. Aurora alzó la vista solo un instante, dudando. Luego, casi con resignación, colocó su mano temblorosa en la de él.