La vieja casa de campo parecía un mausoleo abandonado en medio de la nada. Las ventanas, cubiertas con tablones. El tejado, carcomido por el tiempo. Pero bajo la superficie, en lo profundo de un sótano húmedo y enmohecido, latía un centro clandestino de tortura disfrazado de clínica médica. Antonio la había elegido con precisión quirúrgica: lejos de miradas curiosas, lejos del alcance de Dante.
Aurora yacía atada a una camilla metálica, sus muñecas enrojecidas por la fricción con los grilletes de cuero. Tenía la boca seca, los labios partidos, y una marca en la mejilla donde la había abofeteado por última vez.
Su vestido rojo de látex estaba rasgado en el hombro, y su mirada, aunque turbia por los sedantes, aún brillaba con furia.
El doctor Villarreal caminaba alrededor de ella, con la bata arrugada, los guantes puestos, pero las manos temblorosas.
Tenía unos cincuenta años, mirada esquiva y una cicatriz en la frente que parecía una vieja advertencia. Un médico brillante en su tiemp