Alonzo se levantó con lentitud, dejando atrás las agujas bajo las uñas como si fueran clavos en una cruz. Caminó hacia una pequeña mesa de acero que uno de los hombres había preparado y eligió un alicate oxidado.
Volvió junto al oficial y levantó su mano izquierda. El hombre apenas podía respirar, pero gimió con terror al ver el instrumento.
—Dicen que arrancar uñas con vida es peor que quemarlas —susurró Alonzo antes de introducir el alicate bajo la primera uña manchada de sangre. Con un tirón seco, la uña salió entre un chorro carmesí y un alarido que heló la sangre en las venas de los presentes.
Dante observaba en silencio, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa.
Cada grito le recordaba el rostro de Aurora, su mirada perdida, el sufrimiento que ella había vivido mientras estos hombres cerraban los ojos o se vendían. Cuando Alonzo arrancó la segunda uña, el oficial convulsionó. Su rostro estaba bañado en lágrimas, moco y sangre.
—¡Por favor, basta! ¡No sé nada más! —gritó, p