30. El Louvre
La mañana amaneció gris, cubierta por una llovizna tenue que acariciaba las piedras de París. Desde la ventana de la suite, las cúpulas y torres se difuminaban bajo la niebla, como si la ciudad quisiera recordarnos que la belleza también podía ser melancólica. Cada gota contra el cristal resonaba constante, recordándome que el tiempo seguía su curso.

Max recibió una llamada temprano, mientras yo ajustaba los últimos botones de mi blusa frente al espejo. Su voz baja, rápida, estaba cargada de una firmeza que me obligó a detenerme. Reconocí un apellido en medio de su discurso: Larraín. Negocios. Siempre había negocios.

—Está todo bajo control —dijo, y su frase sonó más a conjuro desesperado que a certeza real. Sus dedos se apretaban sobre el teléfono, y por un instante vi vulnerabilidad que él no quería mostrar.

Cuando anunció que visitaríamos el museo, no supe si lo hacía para distraerse o para distraerme. Tal vez ambas cosas. París tenía esa habilidad: ofrecernos escenarios donde fingi
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