31. El Primer Quiebre
El coche avanzaba en silencio, como si hasta el motor supiera que cualquier ruido podía detonar una guerra. Cada semáforo rojo era un recordatorio cruel de que estaba atrapada sin salida. Afuera, París brillaba húmeda y elegante, indiferente a la tormenta que me consumía por dentro.

Max conducía rígido, con los nudillos blancos sobre el volante, como si aferrara no solo el auto, sino también todas las mentiras que lo mantenían a flote. Su perfil era una máscara impenetrable, pero yo conocía las grietas que se escondían detrás de esa rigidez. Sus ojos, fijos en la carretera, reflejaban tensión y algo que se parecía demasiado a arrepentimiento.

No hablé en todo el trayecto. No confiaba en mi voz. Sentía que, si me atrevía a pronunciar una palabra, todo se desbordaría: rabia, vergüenza, decepción. El recuerdo de la llamada de Camila me atravesaba; las frases entrecortadas que escuché entre Max e Isabela aún zumbaban en mi cabeza.

París pasaba a nuestro alrededor, elegante y ajena, y yo co
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