24. La Gala Benéfica
El mensaje de Isabela me había dejado una sensación de presagio, como si cada palabra destilara veneno. No era una advertencia; era un desafío abierto, un pulso de poder en el que yo debía demostrar que aún podía sostener la cabeza en alto. Sabía que cada gesto sería observado con lupa, que cada silencio podía confundirse con rendición. Con cada minuto que pasaba, el corazón me golpeaba en el pecho, recordándome que estaba entrando en terreno hostil.
Me vestí con un vestido esmeralda que abrazaba mis curvas como una segunda piel. El tejido caía pesado y elegante, envolviéndome en un manto protector, una armadura hecha de tela y voluntad. Frente al espejo, me obligué a recordar quién era yo: no la mujer traicionada, no la víctima silenciada… sino la que sabía arrancar caretas. Pinté mis labios de un rojo profundo, un rojo que no era adorno sino manifiesto, un estandarte de guerra contra su teatro de maternidad intocable.
El club de élite me recibió con solemnidad de templo profano. El