25. Confrontación en el Jardín

No dormí. Ni un segundo. La noche se me incrustó en los párpados como un ácido lento, pero el cansancio no me venció. Cada vez que cerraba los ojos aparecía su rostro: Isabela, con esa sonrisa segura que me asfixiaba, y Max, quebrándose entre lo que me debía y lo que ella le exigía.

Afuera, la oscuridad se fue tiñendo de azul hasta que el amanecer irrumpió con un coro de pájaros inquietos y el murmullo constante de las fuentes.

Me acerqué a la ventana. El rocío hacía brillar los rosales como si cada gota fuera un cristal frío. El jardín parecía un cuadro perfecto, insultante en su belleza. Pero yo sabía lo que escondía bajo la tierra: raíces retorcidas, la misma falsedad que corría bajo sus venas. Hermoso y falso. Como ella.

Me vestí despacio, eligiendo un conjunto sobrio en tonos oscuros. No quería adornos ni distracciones. Mi presencia debía ser filo, no ornamento.

En el comedor, el aroma del café impregnaba el aire. Serví una taza, la observé, pero no bebí. El vapor ascendía en vol
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