El secreto que María me había susurrado la noche anterior seguía repiqueteando en mi cabeza como un tambor lejano, imposible de silenciar. Era un ruido insistente, una sombra que se interponía en cada pensamiento, en cada mirada hacia Max, hacia Isabela, hacia esa vida que parecía tambalearse en la cuerda floja.
El médico acababa de marcharse, su maletín golpeando contra la pierna a cada paso. Sus palabras seguían flotando en el aire como una amenaza disfrazada de advertencia: estrés, reposo, cuidado extremo. Yo permanecí inmóvil, observando cómo la puerta se cerraba tras él, como si el cierre de esa madera fuese también el eco de una condena.
La habitación estaba impregnada de un silencio espeso, apenas roto por la respiración entrecortada de Isabela. Recostada en la cama, parecía una virgen martirizada en un cuadro barroco. Cada suspiro, cada gesto, era una representación calculada para arrancar compasión.
Pero yo conocía demasiado bien ese rostro.
Y lo que vi en sus ojos no era dol