Isabella abrazaba a su madre con fuerza, sintiendo que el mundo a su alrededor se desvanecía en un torbellino de caos y desesperación.
Mark, su compañero leal, conducía a toda velocidad, alejándose del lugar que había sido su hogar, pero que ahora se sentía como una prisión.
La adrenalina corría por sus venas, y el miedo se mezclaba con la determinación en su corazón.
—¡Es ahora, Isabella! —gritó Mark, su voz resonando en el interior del auto—. Debemos correr hasta diez kilómetros y llegaremos a la montaña donde la nueva manada Luna Blanca nos está esperando.
Isabella asintió, sintiendo cómo la ansiedad se apoderaba de ella.
Sabía que no había tiempo que perder. La vida de su madre dependía de su velocidad, de su capacidad para escapar de aquellos que las habían perseguido.
Cuando finalmente llegaron a un claro, el sol comenzaba a asomarse en el horizonte, tiñendo el cielo de un suave color naranja. Sin pensarlo dos veces, bajaron del auto y, en un instante, se transformaron en lobos,