Isabella estaba en ese calabozo oscuro, asustada y sin saber qué hacer.
Las paredes de piedra fría parecían cerrarse a su alrededor, y cada susurro del viento exterior se sentía como un recordatorio de su aislamiento.
Nunca pensó que su vida terminaría así, atrapada en un lugar donde la luz apenas podía entrar, donde el aire estaba impregnado de un olor a humedad y desesperación.
La realidad de su situación la golpeaba con cada latido de su corazón.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había sido traicionada por aquellos a quienes amaba?
Las lágrimas caían por su rostro, cada una de ellas una manifestación de la angustia que la consumía.
Se preguntaba una y otra vez por qué Kaen la acusaba de algo tan ruin.
¡Ella era inocente! La confusión y el dolor la inundaban, y en su mente resonaban las palabras de Kaen, llenas de rabia y desconfianza.
¿Por qué no le creía? ¿Por qué no podía ver que su amor por él era verdadero y que nunca haría daño a Ruby, a nadie?
En medio de su tormento, la puer