Mientras tanto, en la habitación del Alfa, el silencio era tan denso que parecía devorar el aire.
El cuerpo de Kaen yacía sobre la cama, inmóvil, cubierto por un sudor helado. Su respiración se hacía cada vez más lenta, más débil.
El veneno corría por sus venas como una sombra viva, consumiendo la energía de su cuerpo, apagando la fuerza que alguna vez había hecho temblar a reinos enteros.
Los médicos se movían a su alrededor, desesperados, mientras el olor metálico de la sangre se mezclaba con el aroma amargo de las hierbas curativas.
Las velas titilaban, proyectando sombras sobre las paredes, como si la misma habitación temiera lo que estaba ocurriendo.
Entonces la puerta se abrió de golpe. Isabella entró.
—¡¿Cómo está?! —gritó, con la voz desgarrada.
El curandero, con las manos manchadas de sangre, levantó la mirada. Su rostro estaba sombrío, vencido.
—Luna… —dijo con voz baja, casi un suspiro— hemos hecho todo lo posible. No reacciona.
Isabella dio un paso adelante, tambaleante, y