Claire fue arrastrada de nuevo a su celda.
Los guardias la empujaron sin miramientos, la puerta metálica se cerró con un estruendo seco que resonó por los pasillos de piedra.
Desde dentro, se escuchó el eco de su respiración entrecortada, los sollozos ahogados que se mezclaban con el sonido lejano de una tormenta que rugía sobre el territorio.
Mientras tanto, Kaen era llevado inconsciente a la habitación del Alfa.
Su cuerpo se estremecía con espasmos violentos; el sudor empapaba su piel, y la sangre que brotaba de sus heridas tenía un tono oscuro, casi negro.
Dos guerreros lo colocaron con cuidado sobre la cama, y pronto enviaron por el curandero.
Isabella estaba allí, inmóvil, paralizada ante la escena. Su respiración temblaba, y sus ojos se llenaban de lágrimas que no podía contener.
“No quiero que muera…”, murmuró, y su voz se quebró.
Su loba interior rugió desde lo más profundo de su alma. Sentía su dolor, su angustia, su miedo.
El vínculo entre mates era una cadena invisible que